Después de una espera algo
pesada en los andenes, nos subimos al autocar, nos instalamos y nos quedamos
dormidos. Los dos teníamos curiosidad por contemplar el Camino a la inversa,
desde la carretera, aquella que habíamos acompañado a tramos, que se había
quedado en las alturas en forma de poderosos puentes, que había sido un rumor
cercano o lejano. Abrimos los ojos para no dejar pasar la experiencia.
Lo que habíamos tardado seis
días en recorrer a pie lo consumimos en algo más de una hora en autocar. La
sensación de incongruencia en el tiempo nos descolocó. Pero, evidentemente, la
experiencia reposada del caminante no se podía comparar con la rápida y cómoda,
aunque fugaz, del vehículo a motor. Eran filosofías diferentes, experiencias
distintas. En el regreso lo importante era el destino, mientras que en aquella
semana que terminaba el goce del camino, el tránsito, había ejercido todo su
influjo sobre nosotros hasta alcanzar la casa del Apóstol.
El caminante siente al avanzar
que el movimiento le pertenece y que el paisaje que le rodea es estático, como
un decorado que se observa transcurrido el tiempo.
Nos apeamos antes de llegar a la
estación, cerca de la avenida por la que habíamos paseado el domingo anterior.
Nos resultó sencillo encontrar un taxi que nos condujo a Neda, al Pazo da Merced,
donde nos esperaba la misma chica que nos enamorara con su trato y que había
cuidado de nuestro coche en esos días.
Para Jose el regreso era el
final de sus vacaciones, dos semanas de un verano distinto. A mí aún me
quedaban días de descanso. Para que ese día no fuera una jornada sosa y sin
sustancia nos comimos un cocido maragato en Castrillo de los Polvazares, cerca
de Astorga, en el Camino de Santiago.
Y, después, retuvimos nuestra
experiencia con el recuerdo.
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