Me hubiera gustado enseñarle a
Jose la ciudad y que se empapara de su ambiente más festivo. En agosto no se
respira la vida universitaria, algo que todo joven debería vivir al menos una
vez en su existencia. Recordé la Casa de Troya, la pensión de jóvenes
universitarios que inmortalizó la literatura y que nos acercó ese ambiente
jaranero y divertido.
Conduje a mi sobrino a la rúa de
Francos, al casco viejo. Como si no hubiéramos tenido suficiente tute de pies,
caminamos por esas calles de piedra, algo menos animadas que en otras
ocasiones. La pandemia tenía ese efecto. Aunque no había podido cercenar la
alegría de peregrinos y turistas, la sensación de que la crisis sanitaria había
sido vencida y que se abría una nueva etapa positiva. Los bares y restaurantes
estaban llenos.
Quería enseñar a Jose “El gato
negro” una de las tabernas más ilustres y curiosas de la ciudad, pero estaba
cerrada. En ese entorno había montones de bares, restaurantes y parroquianos.
Nos sentamos en Stella, en la terraza. El frescor era aguantable. Berberechos,
choricillos y alguna cosa más nos saciaron.
Dimos un paseo en abundantes
silencios. Las calles estaban en penumbra, como para una intrépida escena de
amor protagonizada por un tuno. Casi se escuchaban los pasos, las
conversaciones suaves, las confidencias, los suspiros de quienes finalizaban
vacaciones.
Tomamos la única copa del Camino
en el Casino.
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