Si hubiéramos regresado al hotel
hubiéramos perdido la tarde con una soberana y reconfortante siesta. Aún quedaban
rituales por completar. Primero, la visita al Santo.
No era año santo compostelano,
que sería el próximo 2.021 (y que se prolongará hasta el 2.022). No estaba
abierta la Puerta Santa ni era posible abrazar y besar al Apóstol, tradición
que sí he cumplido hace años en compañía de mi hermana, mi cuñado y mis
sobrinos. Jose deberá esperar a alguno de los próximos años santos para ello.
La catedral estaba en reformas, llena de andamios que impedían apreciar su
grandeza. Entramos sin demasiadas apreturas y seguimos el recorrido marcado. En
ese recorrido se encontraba la bajada a la cripta para rendir homenaje al Santo
en su última residencia de plata. Recé un padrenuestro y le di gracias por
habernos conducido hasta él sanos y salvos.
Rezar a
Santiago –escribió Sánchez Dragó- es volver los ojos al numen de la raza.
Añadir astillas al fuego del hogar. Porque los dioses lares alumbran con fuerza
en la cripta compostelana y cualquier español que allí se incline, aun cuando
lo haga sin voluntad ni libertad, estará inundando de luz los repliegues
postreros de su conciencia. No cabe imaginar gesto que mejor nos cuadre,
actitud más empapada en gracia peninsular.
Allí también nos informaron que
la misa del peregrino era a las 19.30 y que por culpa del Covid y las obras el
aforo era de 71 plazas. Exigía una hora de antelación. Y la siguiente gestión
nos iba a impedir acudir.
Me imaginé como peregrino
medieval que hubiera sufrido lo indecible por el Camino. Aterido de frio en
invierno, aplastado por el calor en el estío, habiendo confiado a la caridad
para comer y dormir bajo techo, reconfortado por la compañía de otros,
embriagado por el espíritu que mueve al caminante hasta Santiago.
Penetraría a las sombras del
templo. En la entrada, el Santo, que bendeciría cada uno de mis pasos, transido
de gloria al permanecer bajo los arcos del pórtico, sujeto a la vista y las
sonrisas de aquellos coloreados santos y apóstoles, escuchando la música de
aquellos artistas a los que el Maestro Mateo y su taller insuflaron vida En ese
momento se alzaría todo el cansancio, mejorarían las heridas y desaparecerían
las ampollas. Acunado por esas melodías de piedra avanzaría por la alta nave
central hacia el dorado retablo en que Santiago presidiría. Quizás hubiera
suerte y me purificarían los vapores del botafumeiro, observaría los haces de
columnas que se prolongan hacia el cielo y forman la bóveda que me protegería
de todo mal, material o espiritual. Me arrodillaría y gracias al cielo y daría
gracias al Apóstol por la bondad que se me había concedido. Allí permanecería,
atemporal, como parte de la iglesia, del colectivo, del mobiliario del templo a
mejor honra de mi credo.
Y esa experiencia nunca me
abandonaría.
Jose la compartiría.
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