Ninguno de los dos hizo amago de
abandonar la plaza, pero se hacía tarde, aún estábamos mojados y necesitábamos
comer algo que se antojaba complicado por la cantidad de gente que pululaba por
las calles de la ciudad. Nos lanzamos a buen ritmo, atravesamos el casco
antiguo y en diez minutos estábamos en el hotel Lux.
Bienaventurados los que reciben su
equipaje porque podrán cambiarse. Bienaventurados los que hicieron una reserva porque
podrán disfrutar de una tonificante ducha. Limpios y con nuestras mejores galas
salimos en busca del restaurante que saciara nuestra más inmediata necesidad.
Aunque he visitado muchas veces
Santiago, no sabría dar buenos consejos de restaurantes. Tampoco en ese momento
mi cabeza estaba para esas reflexiones. En general, había comido cerca de donde
impartía las clases o realizaba mi trabajo. Por la noche, salía de cañas y tapas.
Conocía las zonas, pero me daba miedo que todo estuviera petado de gente. Como
si nos leyera el pensamiento, mi amiga Nines nos facilitó dos referencias en el
mercado de Abastos: Lume y 2.0. Hacia allí nos dirigimos.
El primero estaba
irremisiblemente lleno y sin esperanza de un hueco. En el segundo, 2.0, nos
colocaron en un rinconcito en la terraza tras esperar un instante.
-¿Tenéis hambre?- preguntó un
camarero con coleta y fuerte acento francés.
Nuestra respuesta fue positiva y
aceptamos la propuesta de un menú de degustación que incluía todo lo que
queríamos pedir y algo más: navajas, tartar de atún, jurel, una reinterpretación
de la empanada gallega y otras delicias que penetraron en nuestro cuerpo empapadas
de abundante cerveza. A estas alturas huelga decir la marca.
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