Paró la lluvia. Pedimos una
bolsa de basura para proteger la mochila de Jose y nos ayudó a envolverla uno
de los parroquianos. Nos despedimos de nuestros compañeros de diluvio.
Fuimos a ritmo vivo para que los
pies entraran en calor. No digo que se secaran, pero al menos dejaron de
preocuparnos. Fuimos por la parte alta de la ciudad, por las afueras, por casas
humildes, quizá Meixonfrío, donde hubo una venta en donde se refrescaban los
peregrinos. Nos desentendimos de si estábamos cerca del monte do Gozo: nuestro
objetivo era llegar lo antes posible. Recorrimos callejuelas desiertas, en
descenso. En las cercanías de los edificios de la Xunta, que pude identificar
de anteriores visitas a la ciudad, tuve la sensación de que habíamos optado por
el buen camino, de que culminaríamos nuestro recorrido pronto. Un parque quedaba
a la derecha, nos asomamos a los montes del horizonte, atisbamos la biblioteca
pública y las torres de San Francisco. Alcanzamos y superamos al grupo con el
que habíamos compartido bar durante el diluvio.
La calle que comunicaba San
Francisco con la catedral nos devolvió una estampa conocida. Otras veces había
sido el inicio de la visita a la ciudad.
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