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Dos peregrinos en tiempo de pandemia 70 (Camino Inglés). Extraño bautizo peregrino.

 


El bosque mutó a trazado urbano, a polígono industrial dormido, el parque empresarial del Tambre. Era festivo, además de sábado, la Virgen de Agosto, que en cada rincón de España se denomina de una forma y a la que se honra según sus tradiciones. Lo único activo era el tanatorio y el cementerio.

A las afueras, nos sorprendió la lluvia, por supuesto, en lugar donde no había refugio. El cielo estaba cerrado, plomizo, amenazante. Cruzamos de acera y nos refugiamos bajo unos árboles que nos prestaron su protección hasta que la lluvia se convirtió en diluvio, como si fuera un ritual de purificación del peregrino antes de llegar al Santo. Recordamos el inicio de La madre naturaleza, de Emilia Pardo Bazán. Los diluvios se repetían como hace más de un siglo:

Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubascos. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las hierbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno.

Como nos estábamos calando de forma inmisericorde, decidimos continuar y someternos a las iras de la lluvia -¿qué habremos hecho nosotros para merecerlo?- Metimos directa, ascendimos hacia unas casas, paramos bajos unos balcones y notamos los pies empapados, los calcetines encharcados, el miedo a que los pies se quedaran fríos y agarráramos un catarro de espanto.

Jose vislumbró un poco más arriba un toldo y a una persona que salía de un portal. Era un bar. Entramos escurriendo agua por todas partes. Otros peregrinos habían tenido más suerte que nosotros. Nos saludaron, les saludamos, hicimos lo propio con los parroquianos, pedimos unos cafés y desmontamos nuestros impedimentos.

El agua caía torrencial y sin ánimo de escampar. El ruido que provocaba al estrellarse contra la calzada y la acera amedrentaba a cualquiera. Este infortunio trastocaba nuestros planes.

Nos entretuvimos con el diálogo de los habituales del lugar con la joven camarera, rubia, hermosa, chispeante, con gracia natural y un donaire de obra teatral del Siglo de Oro.

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