El bosque mutó a trazado urbano,
a polígono industrial dormido, el parque empresarial del Tambre. Era festivo,
además de sábado, la Virgen de Agosto, que en cada rincón de España se denomina
de una forma y a la que se honra según sus tradiciones. Lo único activo era el
tanatorio y el cementerio.
A las afueras, nos sorprendió la
lluvia, por supuesto, en lugar donde no había refugio. El cielo estaba cerrado,
plomizo, amenazante. Cruzamos de acera y nos refugiamos bajo unos árboles que
nos prestaron su protección hasta que la lluvia se convirtió en diluvio, como
si fuera un ritual de purificación del peregrino antes de llegar al Santo. Recordamos
el inicio de La madre naturaleza, de Emilia Pardo Bazán. Los diluvios se
repetían como hace más de un siglo:
Las
nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron
juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo,
deliberando si se desharían o no se desharían en chubascos. Resueltas
finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos,
legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las hierbas y resonaba
estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron
sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la
tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colándose como
podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo,
a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno.
Como nos estábamos calando de
forma inmisericorde, decidimos continuar y someternos a las iras de la lluvia
-¿qué habremos hecho nosotros para merecerlo?- Metimos directa, ascendimos hacia
unas casas, paramos bajos unos balcones y notamos los pies empapados, los
calcetines encharcados, el miedo a que los pies se quedaran fríos y agarráramos
un catarro de espanto.
Jose vislumbró un poco más
arriba un toldo y a una persona que salía de un portal. Era un bar. Entramos
escurriendo agua por todas partes. Otros peregrinos habían tenido más suerte
que nosotros. Nos saludaron, les saludamos, hicimos lo propio con los
parroquianos, pedimos unos cafés y desmontamos nuestros impedimentos.
El agua caía torrencial y sin
ánimo de escampar. El ruido que provocaba al estrellarse contra la calzada y la
acera amedrentaba a cualquiera. Este infortunio trastocaba nuestros planes.
Nos entretuvimos con el diálogo
de los habituales del lugar con la joven camarera, rubia, hermosa, chispeante,
con gracia natural y un donaire de obra teatral del Siglo de Oro.
0 comments:
Publicar un comentario