Nos adelantaron varios pequeños
grupos de peregrinos, siempre reducidos de tamaño. Los que lo hicieron varias
veces fueron unos chavalotes de unos veintitantos que también estuvieron hospedados
en nuestro albergue.
-Cuando lleguéis a Santiago nos
pedís dos Estrella Galicia.
-Nosotros somos más de 1906-
contestaban sonriendo.
-Buena elección. No nos importa
cambiar de marca.
Se despistaron, se salieron de
la ruta, regresaron y nos adelantaron con un ritmo poderoso, les adelantamos
cuando descansaron y volvieron a tomar ventaja. El Camino lo cubrían más
ciclistas que caminantes.
Del campo abierto nos infiltramos
en el bosque de apretado techo vegetal que esta vez nos protegía de una lluvia
fina. Paliaba el calor del sol, claro, cuando se animaba a salir de entre las
nubes. Más adelante hubo que ponerse el chubasquero y la capa porque la lluvia se
animó y amenazaba con empaparnos. En una cuesta realizamos la operación de
quita y pon dos veces por la indecisión del cielo.
El bosque nos devoró. Los
troncos de los árboles estaban forrados de musgo, las ramas y las hojas
cerraban el acceso al sol formando una cubierta que filtraba a su antojo la
luz. A los lados del camino el bosque era denso, impenetrable, como una jungla
atlántica. Imperaba el silencio, que respetamos suspendiendo el diálogo. Los helechos
se balanceaban con inocencia infinita.
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