Éramos unos privilegiados que
avanzábamos por la magia desconocida, por la religiosidad asimilada de un
territorio fabuloso. Aunque el Camino terminara en pocas horas no podíamos
resistirnos a la transformación de nuestro ser. Nos lo advertía nuevamente
Atienza:
Nos
encontramos precisamente en el meollo –creo yo- de un testimonio ancestral
todavía sin estudiar. Un testimonio de creencias y de conocimientos que vienen
de tiempos totalmente desconocidos de la historia y que se convirtieron en
origen y motivo de toda la personalidad gallega, y en principio activo y
detonador de esa búsqueda de la identidad religiosa que se habría de convertir
con los siglos, en la razón profunda y sincrética del Camino de Santiago.
Quizá era ese gusanillo que
pululaba por nuestro interior, o la confraternización entre nosotros y para con
los demás, o algo desconocido que se manifestaba de diversas formas imprecisas,
aunque suficientemente perceptibles.
Este
clima peculiar –escribió Sánchez Dragó-, este puré de celtas, plenilunios y
procesiones de espectros, este coro de mouros,
pestequeiros, vampiros y lobishomes, este nudo, este adobo de
alta cocina esotérica tenía que dejar huella y carácter en la mentalidad
religiosa del pueblo. No es cuestión de gnosticismos, herejías y supersticiones
(aunque también sea todo eso), sino algo singular e irrepetible, una summa, éxtasis desalado, una argamasa
que permite la trabazón de muchas devociones y teúrgias en un compacto,
armónico y ambivalente cuerpo doctrinal. “Sólo en la distante y excéntrica
Galicia –dirá Américo Castro- muy paganizada aún en tiempos de San Martín de
Braga, luego priscilianista y después arriana”, podría fraguar el mito de
Compostela, “caso muy significativo de sincretismo religioso”. Excéntrico, en
su doble acepción, es efectivamente el adjetivo cabal para definir el fenómeno
gallego.
Aún pienso que me queda una
eternidad para entender todo este saber oculto que nos ofrece el Camino.
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