En la recepción se apreciaban
las huellas del miedo a la pandemia, que cabalgaba desbocada hacia un nuevo
confinamiento. Había carteles por todas partes que instaban a utilizar la
mascarilla, explicaban cómo lavarse de forma concienzuda las manos, conminaban
a mantener la distancia de seguridad. La placa de la cocina del albergue estaba
bloqueada y cinta amarilla y negra precintaba cajones y armarios. El gel
hidroalcohólico era omnipresente, el desinfectante campaba a sus anchas. Habían
vuelto hacia la pared un sofá para que nadie se sentara.
Nos levantamos como todos los
días, un cuarto de hora antes de las ocho para preparar las maletas y sacarlas
a la recepción. La ducha nos sacó de la somnolencia y nos devolvió parte de la
energía que completamos con un desayuno que, por supuesto, estaba envuelto en
celofán: biscottes, madalenas, un trozo de bizcocho, zumo y leche. Una sorpresa
porque creíamos que no estaba incluido.
Era nuestra última etapa, de
unos 16 kilómetros, que la considerábamos como un paseo triunfal después de cinco
jornadas que habían puesto a prueba nuestros pies y nuestra preparación física.
Atravesamos el pueblo, cruzamos el puente de piedra, volvimos a asomarnos al
río. La ruta se iniciaba esencialmente de forma paralela a la autovía, que
generaba un sonido monótono de fondo, escasamente estridente, aunque tragaba el
arrullo de la naturaleza. Le acompañaba el de los aviones que despegaban o
aterrizaban en el cercano aeropuerto de Labacolla.
Esta era zona de vistosas casas
de dos alturas sin demasiados recuerdos de actividad agropecuaria, salvo por
los extensos y maduros maizales. Quizá se trataba de segundas residencias de
gentes de Santiago que buscaban un mayor contacto con la naturaleza.
Salió el sol. Comentamos que en
Galicia siempre había nubes, aunque éstas eran de diferentes características,
blancas y algodonosas unas, de panza de burro algunas, otras cargadas de
lluvia. Cabalgaban en el azul espléndido impulsadas por el viento, lo que
provocaba que la meteorología fuera tremendamente cambiante. Recordamos los
versos de Rosalía:
El
cielo, azul clarísimo;
el suelo,
verde, intenso;
…Cubiertos
de verdura,
brillan
los campos frescos.
Ladraban los perros a nuestro
paso, se asomaban sobre las tapias, tensaban cadenas o cuerdas que impedían que
se acercaran en exceso a nosotros. Saludaban sus dueños y regresaban a sus
quehaceres domésticos. No paraban nunca.
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