Sánchez Dragó dedicaba un
capítulo completo a Prisciliano, nacido en Iria, gnóstico, místico y reformador
religioso del siglo IV. También sincretista que había aglutinado el saber
antiguo de los druidas con las nuevas tendencias cristianas que se abrían paso
en la península y en Galicia en particular. Fue contemporáneo de Manes (o Mani),
en Persia, del maniqueísmo o cristianismo mazdeísta, de Arrio, en Alejandría,
Donato, en África y Juliano en el ámbito de la oficialidad imperial. Predicaba
una primera materia universal, contemporánea de la divina, con la cual se modelaban
las almas, el denominado emanatismo. Su doctrina también reflejaba el dualismo
cósmico, la caída y ascensión del alma. Alcanzó la dignidad de obispo de Avila.
Acusado injustamente de herejía
y otros crímenes, fue ajusticiado en 385 en Tréveris. Le cortaron la cabeza,
como a sus discípulos Armenio, Felicísimo, Latroniano y Eucrocia.
Posteriormente, sus seguidores pasaron a la clandestinidad hasta que llegaron
los suevos a Galicia, que eran de tendencia arriana. Cuatro años después de su
muerte, un grupo de gallegos fue a Tréveris para llevarse su cuerpo. Entre los
que rescataron las reliquias de Prisciliano estuvo Dictino, que se convirtió en
su heredero espiritual. Obtuvieron permiso y trasladaron el cuerpo decapitado
siguiendo el que posteriormente se denominará el camino francés, que realmente
era el antiguo camino celta o la Via Turonensis de los romanos. En el sur de
Francia desapareció su rastro. Quizás se embarcaron rumbo a Galicia y
desembarcaron en Iria. Recordemos que Santiago el Mayor también llegó por mar,
con sus discípulos y que había sido decapitado. Sánchez Dragó manifiesta que
quizá sea quien ocupa la tumba adjudicada al santo. Hasta un escritor digno de
respeto como Unamuno dijo que quizá reposaba en la catedral el gnóstico
gallego.
Para un cristiano como yo
aquellas disquisiciones tenían un valor anecdótico. Para mí Santiago de
Compostela era el final de un peregrinaje, de un viaje transformador. Es cierto
que había enormes sombras y que casi había que refugiarse en la fe para
convencerse de muchos aspectos. Era el lugar y el símbolo lo que me había
movido a caminar más de cien kilómetros y no me iba a desdecir de mis
intenciones por todas aquellas lecturas, apasionantes, sí, pero alejadas de mis
creencias.
No crea el lector que estos
fueron mis pensamientos previos al despertar del último día de Camino.
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