Habíamos dejado atrás varios
castros, como los de Carrás, Vilalbarro o Vilares. Simbolizaban el pasado celta
y con más tiempo nos hubiéramos animado a hacer una visita y empaparnos de esa
cultura. El que recuerdo con más firmeza, de tiempos pasados, es el de Santa
Tecla, cerca de la frontera con Portugal, con un emplazamiento espectacular que
aparecía y desaparecía con las sucesivas olas de niebla. Me habían llamado la
atención sus casas circulares que no parecían responder a ningún plan
urbanístico. Quedaban los muros bajos sobre los que debieron alzarse las chozas
que utilizaban como viviendas.
Santa Tecla era un castro del
tipo costero. La configuración del espectacular lugar sobre el que se asentaba
obraba como su principal elemento defensivo. El poblado defensivo que
caracterizaba a los castros o citanias quedaba abrigado por la orografía y sólo
era necesario fortificar el punto por el que podían penetrar los enemigos.
En Taramundi, en Asturias, y muy
cercano a Galicia, visité un castro interior. En los de este tipo, el sistema
defensivo era más amplio y rodeaba todo el conjunto con murallas y fosos. A
esta tipología pertenecían los castros de As Travesas o cercanos a Sigüeiro.
Tuve la impresión de que conformaban estaciones en un camino ancestral.
En la Historia de España de Planeta (dirigida por Antonio Domínguez
Ortiz, de 1990) destacaban la prevalencia de la mujer en esta cultura. Las
mujeres eran las que cultivaban la tierra y heredaban las posesiones. Casaban a
los hermanos y les daban dote. Un auténtico matriarcado. Se organizaban en
gentilidades o grandes grupos familiares que descendían de un pariente común.
No se habían detectado necrópolis, por lo que se consideraba que practicaban la
cremación de los difuntos.
Entre sus rituales destacaban
los sacrificios de machos cabríos, prisioneros y caballos al dios Cossu, que
correspondería a Marte. Vaticinaban el futuro analizando las entrañas, cortaban
las manos de los prisioneros y celebraban hecatombes y luchas, carreras y
combates colectivos, bebían la sangre de caballos sacrificados.
Su alimentación consistiría en
el consumo de bellotas acompañadas de una agricultura de azada, no de arado, y
los productos de la ganadería. Completaban lo necesario para su subsistencia
con intercambios con otros pueblos.
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