Nos entretuvimos en una zona
boscosa con el espectáculo de las telas de araña. Eran especialmente grandes,
estaban completas y con formas geométricas curiosas. A veces, ofrecían una
demostración de su eficacia con una mosca pardilla que quedaba atrapada y una
voluntariosa araña que completaba el trabajo y se relamía para el almuerzo. Son
las cosas de los que somos de ciudad y asociamos las telarañas con la sociedad
impenitente.
Un viaje es un cúmulo de
sensaciones que unen a los compañeros al recordarlas. Esas anécdotas, esos
momentos, son el patrimonio de los que participan en él. Esos “recuerdas
cuando…” que continúan con “menudo…” y otras expresiones similares recuerdan
las experiencias vividas, son el pegamento de la amistad y de esa complicidad
que tanto une a los compañeros de viaje. Crea una solidaridad poderosa entre
ellos.
Una de esas anécdotas fue,
nuevamente, un pequeño hecho imprevisto. El sol había hecho olvidar la niebla
del inicio, pero no se conformaba con una retirada sencilla. Había vuelto a su
ámbito en el horizonte, algo previsible. Sin embargo, en un campo arado y sin
plantar restaba una pelusa casi blanca que avanzaba hasta un hórreo, se
desplazaba hacia el extremo, cambiaba de dirección, cabalgaba hacia nosotros
como despistada y sin convicción, giraba buscando una salida que hubiera
encontrado en cualquier lugar del abierto campo y no se desvanecía de ninguna
forma. No resultó tan enigmático como divertido, un pequeño montaje de la
naturaleza para que los caminantes pudieran acumular anécdotas en su zurrón.
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