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Dos peregrinos en tiempo de pandemia 54 (Camino Inglés). Regresando al Camino.

 



Al salir del hotel probamos el frescor de la mañana y contemplamos cómo la niebla devoraba el otro lado de la carretera. Los camiones parecían enfrascados en rasgar sus velos sin darse cuenta de lo inútil de su propósito. A veces nos empeñamos en algo imposible que, sin embargo, se desvanece cuando hemos cesado en nuestro empeño. Y ese sería el destino de aquella niebla que había abandonado su posición en el horizonte y sobre las montañas y colinas para darse un garbeo a ras de suelo.

La noche ya había anunciado un cambio de temperatura. Nos habíamos ido arropando con su avance. De dormir encima de la ropa de cama, a cubrirnos con la sábana y reforzarnos con la manta. En el desayuno, todos íbamos abrigados, al menos con una sudadera, que se aparcó en las mochilas en cuanto al sol volvió a cobrar protagonismo.

Lo primero que marcaba la jornada era regresar al Camino. Todas las dudas acumuladas al estudiar los planos en Google Maps se disiparon con las instrucciones de la señora de recepción: cruzar la carretera y dirigirse a un sendero hasta una casa que lo dividía con sus tapias. No recuerdo si era a la derecha o a la izquierda, pero ese detalle es intrascendente. Lo importante es que nos dirigía a la niebla, al corazón del misterio, al inicio de una aventura inesperada. Porque el viajero combate el cansancio, la monotonía, el silencio de su corazón por las ruinas de su propio espíritu con grandes dotes de imaginación. La niebla, que impedía una visión clara, disparaba los resortes de esa imaginación simplemente deseosa de empezar a trabajar.



La imaginación y el frescor nos ayudaron a penetrar la niebla. La recordamos amenazante, de novela gótica, de película de misterio, de cita con lo desconocido. Quien viaja busca aventuras. Para lo contrario, mejor quedarse en casa. Y el aventurero busca con vocación extrema el corazón de las cosas para desentrañar las claves. A 20 metros nos recibía lo desconocido. Quizá nos hubiera resultado de suma utilidad cruzarnos con algún mouro, aquellos peculiares agentes de todas las magias, depositarios del saber perdido, que vigilaban riquezas acumuladas y escondidas, no siempre materiales. A pesar de su nombre, nada tenían de musulmanes. Nuestro tesoro escondido era la interioridad, nuestra propia esencia mental y sentimental, y para ello habíamos comenzado aquel rito iniciático camino de Compostela. Aún sigo pensando que lo importante era la búsqueda de ese tesoro, no el tesoro en sí.

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