Al salir del hotel probamos el
frescor de la mañana y contemplamos cómo la niebla devoraba el otro lado de la
carretera. Los camiones parecían enfrascados en rasgar sus velos sin darse
cuenta de lo inútil de su propósito. A veces nos empeñamos en algo imposible
que, sin embargo, se desvanece cuando hemos cesado en nuestro empeño. Y ese
sería el destino de aquella niebla que había abandonado su posición en el
horizonte y sobre las montañas y colinas para darse un garbeo a ras de suelo.
La noche ya había anunciado un
cambio de temperatura. Nos habíamos ido arropando con su avance. De dormir
encima de la ropa de cama, a cubrirnos con la sábana y reforzarnos con la
manta. En el desayuno, todos íbamos abrigados, al menos con una sudadera, que
se aparcó en las mochilas en cuanto al sol volvió a cobrar protagonismo.
Lo primero que marcaba la
jornada era regresar al Camino. Todas las dudas acumuladas al estudiar los
planos en Google Maps se disiparon con las instrucciones de la señora de
recepción: cruzar la carretera y dirigirse a un sendero hasta una casa que lo
dividía con sus tapias. No recuerdo si era a la derecha o a la izquierda, pero
ese detalle es intrascendente. Lo importante es que nos dirigía a la niebla, al
corazón del misterio, al inicio de una aventura inesperada. Porque el viajero combate
el cansancio, la monotonía, el silencio de su corazón por las ruinas de su
propio espíritu con grandes dotes de imaginación. La niebla, que impedía una
visión clara, disparaba los resortes de esa imaginación simplemente deseosa de
empezar a trabajar.
La imaginación y el frescor nos
ayudaron a penetrar la niebla. La recordamos amenazante, de novela gótica, de
película de misterio, de cita con lo desconocido. Quien viaja busca aventuras.
Para lo contrario, mejor quedarse en casa. Y el aventurero busca con vocación
extrema el corazón de las cosas para desentrañar las claves. A 20 metros nos
recibía lo desconocido. Quizá nos hubiera resultado de suma utilidad cruzarnos
con algún mouro, aquellos peculiares
agentes de todas las magias, depositarios del saber perdido, que vigilaban
riquezas acumuladas y escondidas, no siempre materiales. A pesar de su nombre,
nada tenían de musulmanes. Nuestro tesoro escondido era la interioridad,
nuestra propia esencia mental y sentimental, y para ello habíamos comenzado
aquel rito iniciático camino de Compostela. Aún sigo pensando que lo importante
era la búsqueda de ese tesoro, no el tesoro en sí.
0 comments:
Publicar un comentario