Es el primer recuerdo de la
quinta jornada, el elemento que se apodera de mi memoria y absorbe los pequeños
rituales del despertar: el aseo, preparar las maletas, bajarlas, el desayuno,
el cierre de la habitación, el inicio.
La niebla dotaba a aquel lugar sin
especial encanto de una mística poderosa. Envolvía los pensamientos, los
transformaba en mágicos, hubiera hecho posible la aparición de hadas de los
bosques, de trasgos, de manciñeiras que
curaban sin permiso el cansancio de nuestras piernas, el pesar desconocido. La
niebla era también el ámbito de la Santa Compaña, de la procesión de las ánimas
que a la caída del sol y abrigadas por las espesas nubes bajas aparecían y
empezaban a bailar a la tenue iluminación de luces misteriosas. Quizás si
hubiéramos salido por la noche nos hubiéramos encontrado con aquellas almas en
pena encima de la niebla y con luces en las manos.
Todo ello nos recordaba que son
las pequeñas cosas las que muchas veces obran el milagro. Había que abrir la
percepción a esos elementos y momentos que, por cotidianos, podían pasar
desapercibidos. Y, por supuesto, recordar a nuestra querida Rosalía:
En las
riberas verdes, en las risueñas playas
y en los
roquedos ásperos de nuestro inmenso mar,
hadas de
extraño nombre, de encantos no sabidos,
tan sólo
a nuestros ojos muestran su dulce holgar.
Hay en
la sombra amante de nuestros robledales,
y en los
cercados frescos de vívido esplendor,
y en la
voz de las fuentes, cariñosos espíritus
que sólo
a los nativos les dan hablas de amor.
Y en
nuestras montañas y en estos cielos nuestros,
en
cuanto tiene vida, en cuanto tiene ser,
color de
brillo suave, de transparencia húmeda,
la
vaguedad incierta que nos causa placer.
Vosotros,
los nacidos a orillas de otros mares
calentados
en llamas de vivos luminares,
y que
vivir os cumple bajo un ardiente sol,
callad,
si los encantos no sentís de estos lares,
cual,
sin sentir los vuestros, callamos nuestra voz.
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