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Dos peregrinos en tiempo de pandemia 53 (Camino Inglés). Niebla.


 

Es el primer recuerdo de la quinta jornada, el elemento que se apodera de mi memoria y absorbe los pequeños rituales del despertar: el aseo, preparar las maletas, bajarlas, el desayuno, el cierre de la habitación, el inicio.

La niebla dotaba a aquel lugar sin especial encanto de una mística poderosa. Envolvía los pensamientos, los transformaba en mágicos, hubiera hecho posible la aparición de hadas de los bosques, de trasgos, de manciñeiras que curaban sin permiso el cansancio de nuestras piernas, el pesar desconocido. La niebla era también el ámbito de la Santa Compaña, de la procesión de las ánimas que a la caída del sol y abrigadas por las espesas nubes bajas aparecían y empezaban a bailar a la tenue iluminación de luces misteriosas. Quizás si hubiéramos salido por la noche nos hubiéramos encontrado con aquellas almas en pena encima de la niebla y con luces en las manos.

Todo ello nos recordaba que son las pequeñas cosas las que muchas veces obran el milagro. Había que abrir la percepción a esos elementos y momentos que, por cotidianos, podían pasar desapercibidos. Y, por supuesto, recordar a nuestra querida Rosalía:

En las riberas verdes, en las risueñas playas

y en los roquedos ásperos de nuestro inmenso mar,

hadas de extraño nombre, de encantos no sabidos,

tan sólo a nuestros ojos muestran su dulce holgar.

Hay en la sombra amante de nuestros robledales,

y en los cercados frescos de vívido esplendor,

y en la voz de las fuentes, cariñosos espíritus

que sólo a los nativos les dan hablas de amor.

Y en nuestras montañas y en estos cielos nuestros,

en cuanto tiene vida, en cuanto tiene ser,

color de brillo suave, de transparencia húmeda,

la vaguedad incierta que nos causa placer.

Vosotros, los nacidos a orillas de otros mares

calentados en llamas de vivos luminares,

y que vivir os cumple bajo un ardiente sol,

callad, si los encantos no sentís de estos lares,

cual, sin sentir los vuestros, callamos nuestra voz.

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