El hotel Barreiro no era el más glamoroso que uno pueda imaginar, pero era confortable, limpio y bastante moderno. Lo frecuentaban peregrinos, camioneros y gente de paso. Para una noche era un lugar muy decente, a buen precio y con buen servicio.
Leira tampoco era el lugar más
animado para pasar la tarde. Mientras Jose terminaba de ver una serie en el
móvil y se duchaba, yo me entretuve en buscar en Internet. A poca distancia se
alzaba una iglesia, Santa María de Leira, y el campo y las casas mostraban un
hermoso rostro. Por supuesto, realizar un desplazamiento largo fue desechado
desde el primer momento. Mi ampolla iba bien, aunque los kilómetros caminados y
acumulados en las piernas aconsejaban guardar fuerzas.
La aldea la componían buenas
casas de campo con aspecto de segundas residencias. Eran espaciosas, de dos
plantas, jardín para descongestionarse sin necesidad de salir a la carretera o
a la calle y un tono bastante acogedor. Saludamos a varios dueños y ocupantes
en nuestro paseo hasta la iglesia. Esta era de sillares rectangulares marcados por
juntas blancas, de espadaña en el centro que soportaba las campanas y un
aspecto que podría calificar de intemporal, que podría acumular varios siglos o
unas cuantas décadas. Era parecida a muchas otras que encontramos en el Camino.
Su estilo era rural y difícil de asociar a los estilos tradicionales.
Alrededor, el cementerio, cómo no.
El cruceiro que estaba a pocos
metros exhibía a Cristo crucificado por un lado y el descendimiento por el
otro, una combinación también repetida muchas veces. Nos sentamos en sus gradas
y observamos el campo que se desplegaba ante nosotros, muy hermoso y relajante.
Los campos de maíz cobraban una especial tonalidad por el sol descendiente. Los
castaños agitaban levemente sus hojas dominadas por las sombras. Nos pareció
que el lugar era ideal para una merienda campera.
Seguimos explorando las
inmediaciones y nos topamos con la fuente de Santa Eufemia, según rezaba un
cartel sobre una roca que hubiera hecho las delicias de un emperador chino para
uno de sus jardines. El bosque se cerraba de forma portentosa, como si
deglutiera el mundo en sus profundidades. No nos atrevimos a penetrar en sus
misterios.
Continuamos por la carretera
hasta el lugar por donde habíamos accedido horas antes. Allí habíamos echado el
ojo a una pulpería que aún no había abierto, aunque el chaval que la regentaba,
quizá hijo de los dueños, nos animó a sentarnos. Le daba igual abrir un poco
antes y así charlar con los forasteros. Nos sentamos en una mesa exterior y contemplamos
la carretera mientras dialogábamos. Por supuesto, con dos Estrella de Galicia.
A las nueve jugaba el Atlético
de Madrid los cuartos de final de la Champions contra el Leipzig. Jose no es
muy aficionado al fútbol, pero tampoco había mucho más que hacer, así que nos
fuimos al hotel y en la cafetería nos juntamos un grupillo a ver la
eliminatoria. Parecía mentira que el que hubiera sido tradicionalmente un
partido de pretemporada fuera un partido tan trascendental. La pandemia, el
confinamiento y la necesidad de terminar la temporada para cobrar los derechos
televisivos y paliar parcialmente los destrozos económicos, lo hacían posible.
Y allí estábamos para distraernos.
Cenamos unas raciones para
acompañar el fútbol. El Atleti cayó 2-1 frente a los alemanes. Ocasión perdida.
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