En aquellas cavilaciones recordé
la sensación que tuvo el protagonista de Los
Pazos de Ulloa (el cura Julián) al llegar al lugar, que bien pudiera ser
muy parecido al paisaje que atravesamos en aquellos días:
Julián
abría mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopetón toda la
ciencia rústica, a fin de entender bien las explicaciones relativas a la
calidad del terreno o el desarrollo del arbolado: pero, acostumbrado a la vida
claustral del Seminario y de la metrópoli compostelana, la naturaleza le
parecía difícil de comprender, y casi le infundía temor por la vital
impetuosidad que sentía palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en
el áspero vigor de los troncos, en la fertilidad de los frutales, en la picante
pureza del aire libre.
No parecía ser el único
destinatario de esa perplejidad. A nuestro regreso, encontré otras impresiones
similares en un párrafo de El bosque de
los cuatro vientos:
En Galicia
tengo la sensación de que lo extraordinario se acepta de forma natural, como si
todo atendiese a una lógica sabia y misteriosa, completamente desconocida para
los forasteros. Tras cada paso hay una leyenda, un duende inasible que tiene
algo de verdad. Tras cada piedra una historia que merece ser contada.
Lo confirmaba también otro texto
de la guía de La guía de la España mágica:
La fama
mágica de Galicia estaba ahí mismo, avalada por milenios enteros ante los
cuales se han ido sedimentando, capa tras capa, los elementos necesarios para
configurar unas estructuras mentales aptas para la captación de lo insólito, de
eso que para otros sería, simple y llanamente, materia de supersticiones viejas
como el hombre. Para el gallego –y, de rechazo, para quien vive en Galicia y
llega a vivirla, aunque haya nacido en el extremo opuesto del mundo- sentir lo
mágico es, casi, el pan nuestro de cada día. Como en el viejo chascarrillo, uno
no tiene por qué creer en las meigas,
porque “haberlas haylas”.
Los árboles se disciplinaban en
hileras geométricas, replantados, retenidos en su avance por el camino
asfaltado. Se alternaban con las explotaciones agrícolas y ganaderas, los
campos de maíz, una plantación de kiwis, caballos, ovejas, alguna vaca, buenas
casas aisladas, cotos privados y montes vecinales.
Comentaron que las casas del Camino
tenían que mantener las fachadas con el estilo original y así ofrecer una
homogeneidad de la que gozara el sufrido peregrino.
La armonía campestre la rompía
en el horizonte una central térmica con su estructura que sobresalía del monte.
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