Parecía ya una costumbre que el
inicio de la jornada nos trajera indefectiblemente una cuesta. Esta no era
demasiado empinada, como la de Pontedeume, que era corta. Era más suave que la
de Betanzos, pero mucho más larga. Calculo que estuvimos subiendo algo más de
una hora -según mis notas- con alguna pequeña parada para hacer unas fotos o para
ponernos y quitarnos el chubasquero o la capa cuando la lluvia fina amagaba con
amargarnos el día.
Aquella niebla fina o lluvia
horizontal nos hacía sudar copiosamente, algo incómodo, aunque lógico y, según
se decía, muy sano. El sudor se mezclaba con algo más etéreo y también más
edificante: la moral. Aguantar sin perder la respiración y sin que se cargara
la musculatura me recordaba que estaba en una forma bastante aceptable. Eso sí,
Jose siempre iba a la cabeza.
El esfuerzo llevaba a las
meditaciones. El deambular del pensamiento al ritmo constante de la respiración
diafragmática ayudaba a no concentrarse en la parte física. Era como poner el
piloto automático a las piernas para que hicieran su trabajo y permitieran dedicarse
a otros usos. Y uno de ellos era disfrutar de la magia del lugar.
La casi ausencia de presencia
humana durante buena parte de la jornada evocaba una sensación de
insignificancia. Si alguien hubiera sobrevolado la zona por la que peregrinábamos
hubiera avistado dos pequeños puntos en la inmensidad de matices verdes. En el
bosque o en los campos éramos minucias que se perdían en el rizado de las
colinas. Sin embargo, al fusionarnos con el paisaje y el ambiente éramos
partícipes de lo mágico y extraordinario con una sencillez pasmosa, también
indescifrable. Aquello constituía otro mundo, un mundo embrujado.
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