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Dos peregrinos en tiempo de pandemia 45 (Camino Inglés). Meditaciones en cuesta.

 


Parecía ya una costumbre que el inicio de la jornada nos trajera indefectiblemente una cuesta. Esta no era demasiado empinada, como la de Pontedeume, que era corta. Era más suave que la de Betanzos, pero mucho más larga. Calculo que estuvimos subiendo algo más de una hora -según mis notas- con alguna pequeña parada para hacer unas fotos o para ponernos y quitarnos el chubasquero o la capa cuando la lluvia fina amagaba con amargarnos el día.

Aquella niebla fina o lluvia horizontal nos hacía sudar copiosamente, algo incómodo, aunque lógico y, según se decía, muy sano. El sudor se mezclaba con algo más etéreo y también más edificante: la moral. Aguantar sin perder la respiración y sin que se cargara la musculatura me recordaba que estaba en una forma bastante aceptable. Eso sí, Jose siempre iba a la cabeza.

El esfuerzo llevaba a las meditaciones. El deambular del pensamiento al ritmo constante de la respiración diafragmática ayudaba a no concentrarse en la parte física. Era como poner el piloto automático a las piernas para que hicieran su trabajo y permitieran dedicarse a otros usos. Y uno de ellos era disfrutar de la magia del lugar.

La casi ausencia de presencia humana durante buena parte de la jornada evocaba una sensación de insignificancia. Si alguien hubiera sobrevolado la zona por la que peregrinábamos hubiera avistado dos pequeños puntos en la inmensidad de matices verdes. En el bosque o en los campos éramos minucias que se perdían en el rizado de las colinas. Sin embargo, al fusionarnos con el paisaje y el ambiente éramos partícipes de lo mágico y extraordinario con una sencillez pasmosa, también indescifrable. Aquello constituía otro mundo, un mundo embrujado.

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