Estaba claro que no teníamos
mucha intención de movernos. El aislamiento generaba una pereza terrible y los
alrededores tampoco nos decían mucho. La casa ofrecía tranquilidad total. Y
allí me sitúe, en el jardín, para ampliar mis lecturas del libro de Sánchez
Dragó.
El autor dedicaba un capítulo
completo al Camino de Santiago. Cotejé sus datos sobre la creación de ese
peregrinaje originado por el descubrimiento del ermitaño Pelagio, que no tenía
nada que ver con el monje británico de tiempos de San Agustín. En el año 813
vio cómo se posaba una estrella sobre el bosque Libredón y cómo el obispo de
Iria, Teodomiro, al que comentó su visión, la admitió, hizo suya y declaró que
allí se encontraba el sepulcro con los restos de Santiago el Mayor y de sus
discípulos Teodoro y Atanasio, los que llevaran, según la tradición, los restos
del apóstol en barca desde Palestina hasta la costa gallega. El monarca
asturiano Alfonso II el Casto mandó erigir la primera iglesia en el lugar.
“Nace así una ciudad sagrada -escribe Sánchez Dragó-, un culto más bien
desconcertante, un permiso de los cielos para acogotar a la morisma y,
brevemente, un sendero de peregrinación accesible a buenos y profanos”. Se cristianizaba
la antigua ruta de las estrellas. Se asumía la creencia ancestral pagana y se dotaba
de vestimenta de la nueva religión.
Lo que más me asombró fue que
vinculara el descubrimiento con un mito osiriaco. Y, lo cierto, es que mantenía
muchos elementos comunes. En el mito de Osiris, ese dios era asesinado y
despedazado. Sus fragmentos volvieron a unirse. “Llegó al Nilo surcando el
océano con embarcaciones de afilada proa e instituyó, antes de desaparecer para
siempre, un perdurable culto mistérico”, escribió. Santiago se había adentrado
por el río Ulla después de atravesar el océano en una barca movida por fuerzas
mágicas y descendió de la misma en una ciudad dedicada a Isis. Le acompañaba un
perro, que bien pudiera ser el lobo de Egipto. Procedía de un país donde se
había formulado la verdad (Tierra Santa) y traía la misión de un nuevo culto.
Muchos lo consideraban hijo de María, como el segundo Osiris lo era de Isis, y
hermano de Jesús con rango de divinidad. Herodes Agripa lo degolló y lo
convirtió en el dios asesinado y despedazado que se vincula con el dios
egipcio.
La peregrinación simbolizaba la
vida. Compostela era su destino, el final, la muerte. En el mismo libro
encontré un breve texto, de Walter Starkie, que abría el capítulo dedicado a
Galicia:
Es una
peregrinación extraña la que está usted haciendo, porque mientras avanza hacia
Galicia y el Oeste por todo el norte de España, se va acercando al culto a los
muertos.
Y tuve la sensación de que todos
aquellos cruceiros, cementerios e
iglesias formaban parte de esa simbología de la muerte, de ese carácter
iniciático que obliga a morir para resucitar a una vida nueva.
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