El mal tiempo nos impulsó a
mantener un buen ritmo en nuestro caminar, como si quisiéramos agotar la
jornada para separarnos de la lluvia. El paisaje de bosque y monte era
precioso, a pesar de las impulsivas inclemencias.
El día anterior me había
aparecido una ampolla semiesférica en el meñique del pie derecho y había
decidido elegir calzado cómodo, las zapatillas de deporte, siguiendo el consejo
de Jose, en vez de las habituales zapatillas de trekking. Mientras avanzaba no
me dolía, aunque en momentos en que forzábamos un poco la máquina me molestaba
o incomodaba. Las ampollas son un fiel compañero del Camino. Aunque había
recubierto el pie con crema neutrógena y había evitado otras llagas en los
pies, la humedad había causado esa marca de guerra. Dicen que más que en
kilómetros que restan, hay que medir el Camino en ampollas que faltan por
sufrir. El resto del Camino cuidé mucho más mis pies.
La carga muscular estaba bien
controlada. Tratamos de caminar lo más natural posible. El entrenamiento de los
dos últimos meses lo notaba y me daba mucha moral.
La chica de Casa das Veigas nos había aconsejado que al llegar al albergue de
Leiro les llamáramos para que nos mandaran un taxi. En condiciones normales
hubiéramos continuado los seis o siete kilómetros que faltaban hasta la casa,
pero a estas alturas de la jornada íbamos empapados y con poco ánimo. El
albergue realmente estaba en Presedo, y quedaba bajando una pronunciada cuesta
que habíamos dejado atrás. Como Google
Maps nos aportaba datos que no cuadraban con lo que contemplábamos, hicimos
señas a un coche que paró y al que preguntamos. Nos informaron que a unos 800 metros
estaba el albergueo, regresando por donde veníamos, continuando la carretera. Buscamos
una referencia a donde pudieran mandar el taxi y paramos en la entrada del Mesón-museo Xente do Camiño, que nos
había aconsejado nuestro amigo Juan y que parecía estar cerrado. Allí esperamos
bajo la lluvia durante unos minutos eternos.
El taxista que nos recogió era
un hombre mayor de pelo blanco que debió ser camionero en otra época y que
había recorrido Europa de punta a punta. Habló de la modificación del clima,
insistiendo en que ya no nevaba, y que su hija trabajaba en el bar Carabel, que habíamos dejado atrás y
donde nos hubieran sellado la cartilla de peregrinos. También que no estaba
dispuesto a quedarse en casa o a perder el tiempo en el bar leyendo el
periódico o charlando con la gente. Hablaba sin cesar y nosotros le hicimos
poco caso, también porque le entendíamos bastante poco.
Nos depositó en nuestro
hospedaje y se ofreció para devolvernos al día siguiente al mismo ramal del
Camino, el de Ferrol. Nos había conducido hasta el de Coruña.
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