Aquel día sólo nos cruzamos con
otros tres peregrinos, casi al principio del camino. Diríamos que era una
familia que había parado para guarecerse de la lluvia incómoda o simplemente se
habían reunido en la adversidad debajo de lo primero que encontraron, hartos de
mojarse. No presentaban cara de buenos amigos, cuando lo que se debe aplicar en
estas situaciones es aquello de a mal tiempo buena cara.
El camino estaba jalonado de
pequeñas iglesias rodeadas de cementerios ordenados y abiertos, de muros
repletos de nichos, de nombres que eran los de aquellos que habitaron estas
tierras. Evidentemente, no nos decían nada, pero conformaban la intrahistoria
de la región, de la comarca, del concejo o de la parroquia.
No tomé nota de sus nombres y
cuando quise recomponer los datos me di por vencido por lo inútil del esfuerzo.
Lo importante era el asfalto que brillaba como un espejo, las babosas y los
caracoles que avanzaban lentamente sin pretender emularnos. Caminaban en otra
liga mucho menos competitiva y más simple. La única referencia cierta fue la de
San Esteban de Cos. Nos fotografiamos ante su iglesia y cementerio y en la
fachada se recogía su nombre. Después vendrían Meangos, Francos, Boucello, A
Malata. Pero porque encontré sus nombres en los folletos.
Pocas semanas después de nuestro
regreso leí un libro de María Oruña, nacida en Vigo aunque fuertemente
vinculada con Cantabria. En El bosque de
los cuatro vientos”, reflejaba un pensamiento sobre las aldeas de Galicia
que suscribía plenamente y que ahora uno con nuestras vivencias del Camino:
Las
aldeas de Galicia son, decididamente, lugares mágicos y extraordinarios. Cuando
llegas, todo parece en silencio y en calma, e incluso puedes percibir ese
indiscutible e incipiente abandono, el que ya ha derretido toda esperanza. Y,
sin embargo, si eres paciente y dejas pasar un poco de tiempo, observas una
cortina que se descorre y te mira, un aroma agradable de comida al fuego, un
detalle floral y fresco en alguna ventana.
Parecían lugares deshabitados,
silenciosos, efectivamente cercanos al abandono. Sin embargo, las casas estaban
bien cuidadas y los campos mantenían una homogeneidad que no podía ser fruto de
un desarrollo estrictamente natural. Es cierto que muchas de estas aldeas veían
cada año disminuir su población y perder un poco más de su existencia. Pero
cuando menos lo esperabas aparecía algún lugareño que saludaba y nos deseaba
buen camino. Alguna chimenea lanzaba al cielo una fumata blanca que evidenciaba
la existencia de vida.
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