Y aunque el hombre quiera
huir de sí mismo
Como de cárcel que le
odia y retiene,
Hay no obstante en el
mundo un gran milagro:
Yo siento que toda la
vida es vivida.
Rainer María Rilke.
Toda la noche llovió con intensidad. Tanta que creí que era el ruido del aire acondicionado, a pesar de que no lo habíamos puesto. Pasamos algo de calor, quizá por el sueño agitado. El furor de la tormenta repiqueteaba sobre la cubierta (estábamos en el último piso) formando un tremendo escándalo. Al asomarme por la ventana comprobé que la calle estaba dominada por las ausencias y parecía de noche.
Sin demasiado convencimiento nos
vestimos y bajamos a desayunar. La joven de recepción nos dio algunas
esperanzas y nos informó que pararía a media mañana. Confiábamos no calarnos
demasiado. Las temperaturas habían caído con fuerza. La televisión vomitaba
noticias maravillosas para quedar intoxicados sin remisión: las protestas en
Beirut, la progresión de los contagios en toda España, el mal tiempo que se
extendía por toda la península. Era lo último que necesitábamos para un inicio
de jornada con energía. Al menos el desayuno fue bastante completo y nos sacó
del letargo.
Éramos pocos en el hotel y todos
nos congregamos en la entrada contemplando la pertinaz lluvia y preguntándonos
que debíamos hacer. En condiciones normales (sin peregrinaje) no se nos hubiera
ocurrido pisar la calle. Cuando nos disponíamos a salir nos preguntaron
extrañados, como si estuviéramos locos. Parecía que la idea de los peregrinos
era esperar hasta que escampara. Nosotros no teníamos tanta paciencia y nos
lanzamos a conquistar el Camino. Jose me ayudó a ajustarme la capa y, con la
ayuda de la chica de recepción, cubrimos su mochila con una enorme bolsa de
basura para que no se mojara su contenido.
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