Ese contraste entre lo
tradicional y lo moderno, lo rural y lo urbano, entre el pasado y el presente
se materializó en dos elementos: un lavadero y un campo de golf. A lo largo del
Camino eran frecuentes los lavaderos. Es evidente que ya no se acercaban a
ellos las mozas para hacer la colada y habían quedado como pintorescos
vestigios de aquel romántico y duro pasado. Ahora era habitual que fueron
utilizados por los caminantes para aliviar sus pies cansados y maltratados por
el calzado. Nos gustaron y cada vez que aparecían al costado de nuestro avance
les dedicábamos un instante, un pequeño homenaje a su supervivencia, a su
servicio. También a las muchas mujeres que habían maltratado sus manos para
lavar la ropa de su familia o de aquellos a los que servían.
El campo de golf estaba incardinado
en un lugar hermoso. Nos preguntamos si eso distraería a los jugadores o estos
eran tan insensibles que no disfrutarían del entorno. Algunos madrugadores se
afanaban en ese deporte y nos observaban como a extraterrestres, a pesar de que
los que estaban en su medio éramos nosotros. Desde luego, no le faltaba agua
para su mantenimiento. Cayeron unas finas gotas para demostrarlo. Amagamos con ponernos
los chubasqueros.
Otro contraste, que quizá sólo
nos lo pareciera a nosotros, era que aquel duro camino estaba constantemente
adornado de flores. Era un “duro camino de rosas”. El colorido ensanchaba los
pulmones, ampliaba la moral, introducía la magia en nuestra piel y nos ayudaba
a caminar con más brío. Otra contradicción: la belleza nos impulsaba a
abandonarla con mayor convicción.
El ritmo nos obligaba a
concentrarnos, a no parar con demasiada asiduidad, a hacer un tremendo esfuerzo
para que esa belleza de las flores no fuera fugaz. La fugacidad iba acompañada
de nuevas flores, de nuevas formas, de nuevos incentivos para el avance.
Hacia el horizonte más cercano, a
pocos metros de la calzada, el contraste de un hórreo con una moderna casa. Hórreo
aislado que se erguía sobre sus peanas y se recortaba contra las nubes bajas y
los árboles casi grises. Es otro símbolo de la Galicia tradicional e
intemporal, del pasado que se integra por la vía de lo pintoresco. Me gustaría
saber si ese hórreo estaba aún en uso o había claudicado en favor de formas más
modernas de almacenaje. Quizá aún fuera apreciado por los de la lujosa y
moderna mansión.
Pasamos el local socio-cultural
de Viadeiro. Era una referencia para saber por dónde andábamos. Los perros
ladraban asomados por encima de las tapias. Los burros y los caballos agachaban
el cuello como si presentaran sus respetos a los caminantes. Realmente, comían
con parsimonia y su escasa curiosidad les impulsaba a saber qué pasaba. Luego,
volvían a lo que les importaba.
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