…O lo que es lo mismo, final
feliz, final feliz.
Cenamos en Kanda (los tallarines
picaban lo suyo), recogimos las maletas, tomamos el monorail y nos dirigimos al
aeropuerto de Haneda.
Aun quedaba una última sorpresa
y el destinatario de la misma fui yo. En el momento de la facturación,
rechazaron la maleta de José Ramón: era demasiado pesada por lo que le
obligaron a redistribuir la carga en otra pieza de equipaje. Como intentamos
facturar en grupo pero obligaban a asignar las maletas a cada uno, al final la
maleta de José Ramón fue facturada a mi nombre y la mía al suyo.
No hubiera tenido importancia si
no hubiera escuchado mi nombre por megafonía convocándome al mostrador de
nuestra puerta de embarque. Allí estaba la maleta, una azafata, un funcionario
del aeropuerto y un policía. Los que estaban en la sala de espera me miraron al
avanzar como a un terrorista.
Me pidieron que me identificara,
me preguntaron si la maleta era mía, a lo que contesté que sí y me pidieron que
la abriera. Sabía lo que buscaban: la katana.
Con delicadeza, el policía
exploró el interior, sacó el paquete-el que lo estaba pasando francamente mal
era José Ramón, más que yo-intentó abrirlo con dulzura y al final fui yo quien
rasgó el papel que lo envolvía. Al extraer la katana, el público que hasta ese
momento miraba con curiosidad empezó a hacerlo con preocupación. El policía
recogió la tarjeta de la tienda donde la comprara (menos mal), pasó el dedo por
el filo, que no existía, y extrajo del bolsillo una especie de cilindro que
pasó por la hoja. Lo hizo con lentitud, casi con vicio.
Al final me entregó la katana,
se ofreció a ayudarme a embalarla de nuevo, la acoplé como pude y se llevaron
el cuerpo del delito. José Ramón no paró de disculparse hasta el final del
vuelo. Está claro que uno viaja para recopilar anécdotas.
Y, como escribió el poeta Shiki:
Yo que
me voy,
Y tú que
aquí te quedas
Son dos
otoños.
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