Nos atendió otra joven
encantadora y nos explicó que había que sellar la cartilla al menos dos veces
al día, al principio y al final, en cualquier momento y ocasión, en bares,
hoteles, oficinas de turismo y otros muchos lugares. Nos dio varios folletos y
explicaciones y nos animó a visitar la ciudad. No nos la vendió como la octava
maravilla del mundo, pero nos la ilustró con cariño. Ahora pienso que le
debíamos haber dedicado más tiempo. Qué se le va a hacer.
Ninguno de los dos conocía
Ferrol, aunque yo había estado brevemente en el verano de 1983 durante un viaje
por la cornisa cantábrica y Galicia. En la ciudad hacía el servicio militar mi
amigo Alberto. Le recogimos a la salida del cuartel y nos aconsejó ir a
Pontedeume.
Ferrol parecía marcada por el
ostracismo. Los comentarios que habíamos recibido eran negativos o
indiferentes. Para salir de esa situación o calificación se exige un gran
esfuerzo, mayor que cuando te han dado referencias positivas. La primera
referencia era el folleto informativo, muy atractivo y completo. La segunda, la
pulcritud. La ciudad se había arreglado o engalanado, se había puesto guapa
para el visitante, donde los revocos y las pinturas ayudaban a abandonar el concepto
de escala ignorada.
Nos gustó, cierto, y eso que la
plaza de España era enorme y un tanto desangelada. Sin embargo, el cogollo del
casco antiguo de la época de la Ilustración irá atractivo, con sus típicas
casas con balcón y sus edificios modernistas, la calle Galiana, la plaza de Armas,
el soberbio ayuntamiento o el casino. Disfrutamos del mirador sobre el Arsenal,
el pequeño jardín volado, el parque Reina Sofía, donde nos sentamos a tomar una
cerveza en compañía de un pequeño surtido de lugareños. La tarde se pausó para
nuestro disfrute. Las tiendas estaban cerradas, el ambiente languidecía y la
gente salía de misa en la concatedral.
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