El Pazo da Merced estimuló todos
nuestros poros viajeros. Nos enamoró desde el primer momento, un flechazo
producto de su sugestiva situación al borde de la ría en la población de Neda,
a pocos kilómetros de Ferrol. Y, sin duda, en ese amor incondicional influyó
decisivamente una joven de un encanto especial que nos recibió con la
tradicional hospitalidad gallega y un sentido cariñoso del buen servicio. Aquella
mansión transformada en hotel se convirtió en nuestro hogar por obra de esa
rubia y agradable empleada. Ahora me arrepiento de no haber apuntado su nombre
para hacerle los debidos honores.
Dejamos el equipaje y salimos a
comer. La pandemia y los estragos económicos y sanitarios habían cerrado la
cocina del pazo, como en otros lugares a los que nos llevó el Camino, por lo
que nuestra hada madrina nos informó de un restaurante en la carretera, Harina y brasas, donde comimos raxo, chipirones frescos a la plancha y
una buena ensalada, todo en un formato mayor del habitual para nosotros.
La vorágine de los últimos días
de julio nos había impedido comprar las cartillas de peregrino. Después de una
breve siesta nos dirigimos a Ferrol para esa gestión. La chica de recepción
había confirmado en nuestra ausencia que la oficina de turismo de plaza de
España estaba abierta. Allí podríamos adquirirlas. Tomamos el coche y en pocos
minutos llegamos. A las seis y media de la tarde no se prodigaba mucho la gente.
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