Regresamos al hotel cuando el
poder de la tarde resultaba vencido por la noche y trazaba una puesta de sol
espectacular, como nos había vaticinado mi amigo Juan, al que debíamos la
elección del Camino Inglés y este hotel. La terraza de la cafetería estaba al
pie de la ría para gozar de la inmensidad del cielo con su vestido de bandas
horizontales fruto de la lucha entre el sol y las nubes rasgadas. El mar era un
ser apacible que duplicaba simétricamente el horizonte. Los fantasmas de la
mente se desvanecían ante aquel espectáculo grandioso y gratuito. Por eso
recordamos aquellos versos de Follas
Novas, de Rosalía de Castro:
¡Mar!,
con tus aguas sin fondo,
¡cielo!,
con tu inmensidad,
el
fantasma que me aterra
ayudármelo
a enterrar.
Una de las pocas condiciones que
puse a mi sobrino Jose para hacer el Camino fue hospedarnos en hoteles. Me
daban miedo los albergues, que quizá estuvieran vacíos y respondieran a todas
las prevenciones sanitarias. Además, el peregrino, aunque esté motivado por la
penitencia, no tiene por qué prescindir de las comodidades y los pequeños
lujos. En su senda de conocimiento también está saber lo que es un pazo, un
palacio, una casa solariega de la nobleza o de las clases pudientes.
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