La anécdota la puso la guardia
civil. Ascendíamos una cuesta prolongada, aunque de escaso pesar. Íbamos por
medio del bosque, sin nadie, excepto las chicas de gemelos portentosos. Por la
senda forestal apareció un vehículo de la Benemérita y nos reprocharon, con buena
educación y mucha autoridad, que no llevábamos la mascarilla. Desconocíamos
cuál era la interpretación sobre cuándo había que ponérsela, ya que las chicas
iban 20 metros por delante nuestro. No había con qué medir la distancia de
seguridad. Sin discusión, nos la acoplamos y avanzamos hasta donde se
encontraban las chicas. También a ellas les dieron el mismo aviso. El agobio en
la respiración se combinaba con las gafas empañadas. La humedad era tremenda.
Quizá la guardia civil había preservado nuestra salud y no lo sabíamos. Durante
todo el camino, al llegar a núcleos habitados, nos calzamos la mascarilla.
Eso ocurría esporádicamente. Las
casas estaban salpicadas en el campo, manteniendo distancias amplias. Entre
ellas, los bosques y los campos de maíz, la maleza que lo cubría todo, las
enredaderas que abrazaban a los árboles.
Nos llamó la atención que sólo
veíamos gente mayor. Nos preguntamos dónde estaban los jóvenes. Quizá en la
ciudad o en el extranjero. Las zonas rurales languidecían. El campo era una
forma muy dura de ganarse el sustento. Si las cosas se ponían mal algunos
regresarían al que había sido el trabajo ancestral durante generaciones.
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