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Dos peregrinos en tiempo de pandemia 23 (Camino Inglés). El bosque y los compañeros.

 


Aquel era un bosque con algo de irreal, de onírico, de bosque soñado que se materializaba te confundía con el recuerdo desvanecido. Ese bosque hacía soñar, te transportaba a algún lugar del corazón, más allá de lo imaginado. Sin embargo, era un bosque de eucaliptos cortado con un camino asfaltado. Su virtud era que embriagaba, se apoderaba del espíritu, te absorbía con su niebla lírica y te transformaba. No me hubiera atrevido a penetrar en esa espesura relativa que dejaba entrever la geometría de los árboles y la densidad de helechos y matorrales. Me hubiera dejado absorber por fuerzas ocultas y sobrenaturales, inaprensibles.

-¡Buen camino!- nos sacó de nuestro ensueño un peregrino. Los pocos con los que lo compartimos y los lugareños nos lo deseaban constantemente.

Ese peregrino era un tipo alto, delgado, con reminiscencias de Don Quijote y piernas bien entrenadas para un ritmo rápido. Iba tocado con un sombrero de alas amplias y confección deportiva.



En el primer tramo nos cruzamos varias veces con dos chicas de entre 30 y 40 años. Eran de gemelos portentosos y a la espalda portaban la joroba de sus mochilas. Me pesaban en la espalda de sólo pensarlo. Nos adelantaban, paraban para acoplar mejor la impedimenta, volvían a pasarnos. Estaba claro que nuestro diálogo constante ralentizaba el avance. No teníamos prisa. El Camino es para hablar, para conocerse, para compartir anécdotas y pensamientos, para enriquecerse con el aviso que uno hace al otro para que no se pierda un instante o la permanente belleza.

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