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Dos peregrinos en tiempo de pandemia 22 (Camino Inglés). Saliendo de Pontedeume.

 


La ventaja de nuestra posición en lo alto del monte fue que sólo nos quedaron unos doscientos metros de cuesta antes de internarnos en el bosque: “eternos bosques en donde/ sombrío misterio reina”, siguiendo a Rosalía de Castro.

Detrás quedaba, a pocos kilómetros, pero que hubieran implicado un desvío de un par de horas, una construcción templaría, aunque ningún documento lo acreditara, como suele ser habitual con las construcciones de estos monjes guerreros. La obra en cuestión era la iglesia de San Miguel de Breamo. Según la tradición, allí hubo un santuario celta. Sus puertas eran muy pequeñas, como un homenaje monolítico. La del norte tenía una cruz grabada, compuesta de cinco círculos, signo ocultista que revelaba un lugar iniciático. Su rosetón era de once puntas. Estaba dedicada a un santo sincrético cuya función era recibir las almas de los muertos en la otra vida. Otro motivo más para regresar a estas tierras.

 


Aquella jornada no tenía nada que ver con la plácida de la víspera. Ésta era un rompepiernas de algo más de 20 kilómetros con continuas subidas y bajadas. Piernas y pies se fueron resintiendo con el discurrir del día, aunque aguantamos bastante bien.

El antiguo báculo-cuadrante no era necesario en el Camino Inglés. La Xunta había hecho un gran esfuerzo hace pocos años, cuando se planteó recuperar la ruta, y había apostado por una señalización estupenda. En cada rincón, en cada cruce, había un azulejo con la vieira, un mojón o una simple flecha amarilla pintada en el suelo o en una pared o árbol. Las dudas expiraban rápido con esa señalización.

Las fotos nos recuerdan que estábamos en Cermuzo, que un mojón marcaba que nos faltaban 82 kilómetros para nuestro destino y que mejor disfrutáramos del paisaje y de la soledad, del “viento alocado corriendo entre el follaje”, que nos hubiera susurrado doña Rosalía.



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