La ventaja de nuestra posición
en lo alto del monte fue que sólo nos quedaron unos doscientos metros de cuesta
antes de internarnos en el bosque: “eternos bosques en donde/ sombrío misterio
reina”, siguiendo a Rosalía de Castro.
Detrás quedaba, a pocos
kilómetros, pero que hubieran implicado un desvío de un par de horas, una
construcción templaría, aunque ningún documento lo acreditara, como suele ser
habitual con las construcciones de estos monjes guerreros. La obra en cuestión
era la iglesia de San Miguel de Breamo. Según la tradición, allí hubo un
santuario celta. Sus puertas eran muy pequeñas, como un homenaje monolítico. La
del norte tenía una cruz grabada, compuesta de cinco círculos, signo ocultista
que revelaba un lugar iniciático. Su rosetón era de once puntas. Estaba
dedicada a un santo sincrético cuya función era recibir las almas de los
muertos en la otra vida. Otro motivo más para regresar a estas tierras.
Aquella jornada no tenía nada
que ver con la plácida de la víspera. Ésta era un rompepiernas de algo más de
20 kilómetros con continuas subidas y bajadas. Piernas y pies se fueron
resintiendo con el discurrir del día, aunque aguantamos bastante bien.
El antiguo báculo-cuadrante no
era necesario en el Camino Inglés. La Xunta había hecho un gran esfuerzo hace
pocos años, cuando se planteó recuperar la ruta, y había apostado por una
señalización estupenda. En cada rincón, en cada cruce, había un azulejo con la
vieira, un mojón o una simple flecha amarilla pintada en el suelo o en una
pared o árbol. Las dudas expiraban rápido con esa señalización.
Las fotos nos recuerdan que
estábamos en Cermuzo, que un mojón marcaba que nos faltaban 82 kilómetros para
nuestro destino y que mejor disfrutáramos del paisaje y de la soledad, del
“viento alocado corriendo entre el follaje”, que nos hubiera susurrado doña
Rosalía.
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