El torreón de los Andrade era
uno de los escasos vestigios de la antigua casa-palacio de esta ilustre familia
gallega. La torre del homenaje, reconvertida en mirador y en sala de
exposiciones, estaba ahora rodeada de un jardín donde solazarse con las vistas
sobre la ría.
Durante el Camino nos cruzamos
en varias ocasiones con uno de esos personajes históricos que no dejan
indiferentes: Fernán Pérez de Andrade, señor de Pontedeume, Ferrol y Villalba,
“uno de los principales miembros de la nobleza gallega durante el siglo XIV,”
según reseñaba el folleto informativo. En 1371, Enrique II le concedió el
señorío jurisdiccional sobre la villa de realengo de Ferrol. Posteriormente, la
familia se consolidó como uno de los grandes actores de la escena política gallega.
Gran guerrero, engrandeció sus
dominios gracias al mencionado rey y a la casa de los Trastamara, aunque
inicialmente sus fidelidades se decantaron por su enemigo, Pedro I El Cruel. Su
ascenso social y económico lo llevó a movimientos que quizá pudieran
calificarse de paradójicos o de avenirse al sol que en cada momento más
calentaba. Supo adaptarse a los tiempos, ser prudente cuando era preciso e
impulsivo cuando lo requería la ocasión. Eso le dotaba de un perfil complejo y
apasionante.
Aquel guerrero era también
aficionado a la poesía y a los libros de caballería, lo que haría de él un
hombre culto. Combinaba la espada y los libros, la fuerza y el espíritu. Nos
legó importantes obras públicas, como el puente que atravesamos y otros seis
más, el castillo de Nogueirosa, para el que no tuvo inconveniente en usurpar
tierras de la Iglesia y que al parecer estaría comunicado con el torreón por un
pasadizo subterráneo, y diversas iglesias. Su tumba estaba en una de ellas, la
de Santa María del Azogue en Betanzos.
En la Guía mágica de España, Juan G. Atienza afirmaba que los Andrade
eran “herederos de los templarios y protectores de su tradición y de los
monasterios del Císter, y que incluso conservaron rasgos esotéricos en sus
armas, como esos jabalíes y esos osos simbólicos” que figuraban en su tumba.
Inicialmente, se habían asociado con la afición a la caza de este noble. Sin
embargo, eran símbolos de concretas categorías ocultistas. El jabalí o el cerdo
“fue enseña de gran sacerdocio de saberes esotéricos de la máxima categoría
espiritual, mientras que el oso era símbolo de los defensores de ese
conocimiento reservado a los grandes maestros” –escribió Atienza.
0 comments:
Publicar un comentario