Cuenta una leyenda que el
formidable puente de piedra de sesenta y ocho arcos –de los que aún se
conservan quince- y que cruza el último tramo del río Eume antes de rendir
tributo en el mar, fue obra del demonio. Y, sin duda, sólo podía ser obra de
una fuerza sobrehumana. También, del amor.
Los edificantes enamorados
fueron la hija del señor de Andrade, Mirla, y un joven de los alrededores, al
que suponemos de baja extracción social, lo que haría imposible su unión,
rechazada por quien dominaba aquellos territorios y tendría más altos designios
para su retoño. Como el amor obliga a las más arriesgadas hazañas, que puedan
poner en peligro la propia vida, el joven tomó por costumbre cruzar a nado la
ría para unirse, aunque fuera por breve tiempo, a su noble y, suponemos, sin
par doncella. Pero, un día de tormenta, las aguas se enfurecieron y causaron la
desgracia: el joven enamorado se ahogó. La dama quedó destrozada y el demonio,
que no había sido ajeno a los clandestinos amoríos, prometió a la joven
construir un puente en una sola noche. Eso sí, a cambio de su alma. No debió
dudar mucho Mirla, embriagada en amor y dolor. Pero, como ocurre en muchos
otros pactos con el diablo, el amanecer se adelantó y jugó una mala pasada al
demonio, al que sólo le faltaba un arco para completar su magna e infernal
obra. Por ese hueco se lanzó la chiquilla para acercarse a su amado y unirse
con él para la eternidad. Además, conservó el alma.
Contemplamos con otros ojos
aquel puente desde lo alto de la torre. Nos recordó la leyenda a otras
semejantes que tratarían de explicar la naturaleza ajena a lo humano de otras
obras de ingeniería increíbles para su tiempo, como el acueducto de Segovia. El
diablo siempre pecaba de pardillo y era engañado por cualquier ardid, para
regocijo de los hombres. Así no había que cumplir la promesa y entregar el alma
que, como dijo un insigne escritor español, sólo es de Dios.
Frente a las leyendas, los datos
históricos son más aburridos y fríos. Y esos datos apuntan a los buenos oficios
de Fernán Pérez de Andrade, apodado “O Boo”, el bueno, quien lo dotó de torres,
una capilla e incluso un hospital donde eran atendidos los peregrinos que
precisaban cuidados médicos. Un puente era un buen negocio que generaba peajes.
Corría la segunda mitad del siglo XIV. En el siglo XIX fue remodelado varias
veces hasta adquirir la configuración actual. Sin duda, una gran obra digna de
los mayores esfuerzos.
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