El Camino permitía conocer la
Galicia rural, quizá la menos contaminada, la más auténtica, la más arraigada a
las tradiciones, la que producía más perplejidad. Y para deleitarse se exigía
tiempo, paciencia, paladear cada instante, algo severamente imposible cuando te
desplazas en coche. El Camino es para quien quiere devorar esencias. Y para que
no se indigeste hay que comerlas a poquitos, con la velocidad del caminante.
Este mundo acelerado nos impide disfrutar hasta la médula. Así lo escribió
Gabriel Miró hace un siglo en su libro Años
y leguas, que me enseñó mucho al regreso de esta experiencia. El escritor
alicantino era de buen caminar y mejor disfrutar:
Porque
el paisaje no nos espera más que una vez: cuando es inesperado para nuestros
ojos, presintiéndolo nuestra sensibilidad. Contemplar es despedirse de lo que
ya no será como es. La paz, el júbilo, la conciencia evocadora, la internación
en el paisaje, son estados reveladores que se disuelven dentro del tiempo como
las nubes, el aliento del agua, el temblor de una fronda en el azul.
Me recordó que había que
observar con ojos de niño, incontaminados, puros, sin sedimentos de la memoria
que se crucen con la percepción aguda, la de la primera vez. El paisaje podrá
cambiar en el futuro, pero más habremos cambiado nosotros. Nada volverá a ser
igual. El paisaje, el ámbito que recorremos, se renovará, se fusionará con la
memoria, creará una nueva realidad. Simplemente, nuestra realidad del momento
que se hará imperecedera.
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