Remontamos la cuesta que nos
separaba de la carretera e iniciamos el camino. Un primer tramo nos condujo por
Neda y Fene, el mar a la derecha, las grúas de los astilleros de Navantia, el
Instituto Concepción Arenal, casas de colores pálidos por el desvanecimiento de
la luz del cielo. Avanzamos charlando, entretenidos en nuestro diálogo y sin
hacer demasiado caso al pueblo junto a la carretera. En Fene nos internamos por
un camino secundario. El urbanismo mutó a casas de campo y huertas. Perros y
gatos saludaban taciturnamente.
Parroquias y concejos, As Foxas,
Fene, Perlio, las casas diseminadas como islas en los prados, bosques que eran
paréntesis de verticalidad entre los núcleos de escasas viviendas agrupadas,
verdor lujuriante. En el horizonte, en las colinas y montañas, la niebla fina
como una seda transparente. Ausencia de ruidos, de sonidos asociados con la
ciudad. El viento rozaba las hojas para una melodía relajante.
Una pareja de italianos nos
adelantó. El llevaba un vistoso banderín con la enseña de su país. Llevaba un
ritmo fuerte y decidido. Ella, de pelo rojo intenso, mostraba su calzado de trekking como dos orejas a los lados de
una pesada mochila. Iba unos metros por detrás de él. Parecía como si no
quisieran disfrutar de la compañía el uno del otro. Fueron nuestros únicos
compañeros de ruta durante bastante tiempo.
Escribió Rosalía de Castro que
“amores y placeres son mentira/si tienes seca el alma”. Toda aquella hermosura
desplegada a nuestro paso sería inútil si no tuviéramos engrasada el alma para
el disfrute. Y uno de los factores indudables para la verdad del disfrute era
la buena sintonía con el compañero de viaje. Compartir nuestras experiencias
abrigaba la armonía, la complicidad, que aquellas masas verdes fueran algo más
que vegetación, que fueran espíritus benevolentes que cuidaran de nosotros, que
nos trasladaran su magia como se comparte con un ser querido.
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