Mi buen amigo Juan –-que con el
avanzar del Camino pasaría también a serlo de mi sobrino Jose-- se preocupó de
nosotros a lo largo de las jornadas de nuestro peregrinaje. Todas las mañanas,
mientras se dirigía al trabajo y atravesaba El Retiro, en su particular camino
madrileño, nos envíaba un mensaje de ánimo, como lo hiciera durante los tiempos
más duros del confinamiento. En el primero, un mensaje de audio por whatsapp, se escuchaban sus pasos en los
momentos posteriores al amanecer. Nunca le ha importado madrugar. Como nos decía,
se le escuchaba excitado, como si él también iniciara el Camino con nosotros.
Y, realmente, su espíritu siempre estuvo a nuestro lado, pendiente de nosotros.
Incluso, esa noche, había dormido mal por esa excitación que se apodera de todo
aquel con sensibilidad para un viaje transformador. De esa forma rememoraba su
Camino, aunque, como él insistía, éste era nuestro Camino y nos deseaba todo lo
mejor. Su manto protector nos acompañó todo el tiempo.
Y, para esos deseos de buen
inicio, un hermoso texto del Papa Francisco, que Juan nos envió días después, y
que era toda una declaración de principios:
Caminar
es un arte, porque si caminamos siempre deprisa nos cansamos y no podemos
llegar al final. Caminar es el arte de mirar al horizonte, pensar a dónde
quiero ir, pero también soportar el cansancio del camino. En el arte de caminar
lo que no importa no es caer, sino quedarse caídos. Levantarse pronto,
inmediatamente, y seguir andando. Y esto es bello: esto es trabajar todos los
días, esto es cambiar humanamente. Pero también es malo caminar solos, malo y
aburrido. Caminar en comunidad con los amigos, con quienes nos quieren; esto
nos ayuda a llegar a la meta: a la que queremos llegar.
La compañía, el esfuerzo, mirar
al horizonte para que el horizonte te anime a avanzar, devorar el momento de
cada paso: todo ello bullía en nuestras cabezas al despertar. Fuimos los
primeros en despertar, casi escandalosamente tempraneros. Tanto que al bajar a
dejar nuestro equipaje para los que lo trasladarían a nuestro siguiente hotel
–a partir de las ocho, en cualquier momento podían recogerlo- no encontré a
nadie del servicio. Nuestra encantadora recepcionista apareció un minuto después
de bajar a desayunar.
Desayunamos sin prisa. La
primera etapa era corta y nuestro espíritu aún no se había empapado del
ambiente del peregrino. Como decía Juan G. Atienza, “el peregrinar es una
marcha en busca de la propia identidad trascendente”. El cielo nos chantajeaba con
su cariz gris, el sol había prorrogado su descanso y la animada terraza de la
noche estaba desierta. La ría exhibía una sobria belleza.
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