Imaginamos aquellos patios
ocupados por diligentes samuráis, los guerreros que tenían el privilegio de
portar espada. Según Nitobe, “lo que Japón era se lo debía a los samuráis.
Ellos no sólo eran la flor de la nación, también las raíces. Todas las gracias
divinas fluían a través de ellos. A pesar de mantenerse socialmente alejados
del pueblo, su moral se convirtió en modelo y ellos en ejemplo a seguir”. Eran
una de las imágenes que individualizaban la personalidad del país. Su sentido
del deber les empujaba a la muerte para conseguirlo. Lo contrario era
ignominioso.
Esa lealtad se resumía en el
Código Bushido y quizá la mejor muestra era la de los cuarenta y siete ronin, una historia de principios del
siglo XVIII que había ilustrado el teatro, el cine o la televisión. Un ronin era un samurái sin señor. Cuando
el suyo fue injustamente condenado se conjuraron para vengarlo: mataron al
daimio culpable de la afrenta. Eran venerados en el templo Sengakuji, en
Shinagawa, en Tokio, con sentidas lápidas.
La torre principal había sido
convertida en un museo donde se conservaban las piezas salvadas del desastre.
También se incluían exposiciones donde se reproducía la vida antigua de la
ciudad, su puerto, los mercados, los oficios. Ofrecía actividades para los
chavales. El museo era popular entre las familias, que acudían a pasar la
tarde. Aprovechaban los últimos días de vacaciones.
Unas maquetas reproducían el
castillo y la ciudad, plana, de casas tradicionales bien alineadas.
Desde lo alto la vista sobre el
conjunto defensivo y la ciudad era excelente. Los árboles cubrían algunas de
las dependencias del castillo.
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