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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 153. Museo Hida no Sato III

 


Las paredes se pintaban a propósito con colores neutros para dar la sensación de una luz gastada, atenuada, precaria, como aconsejaba el escritor.

Les gustaba el brillo alterado por los efectos del tiempo, que no era otra cosa que la suciedad de las manos. La suciedad se conservaba como un elemento de lo bello. “Nos gustan los colores y el lustre de un objeto manchado de grasa-continuaba Tanizaki-, hollín o por efecto de la intemperie, o que parece estarlo, y que vive en un edificio o entre utensilios que posean esa cualidad, curiosamente nos apacigua el corazón y nos tranquiliza los nervios”.

Buscamos el toko no ma, el hueco en el salón que se adornaba con un cuadro o un adorno floral. El adorno tenía que estar en armonía con la habitación:

"Porque ahí es donde nuestros antepasados han demostrado ser geniales: a ese universo de sombras, que ha sido deliberadamente creado delimitando un nuevo espacio rigurosamente vacío, han sabido conferirle una cualidad estética superior a la de cualquier fresco o decorado. En apariencia ahí no hay más que puro artificio, pero en realidad las cosas son mucho menos simples".[1]

Desde lo alto, observamos el contorno difuso de los Alpes japoneses, montañas de tres mil metros que actuaban como una barrera natural. Algunos árboles volvían a mostrar el adelanto del otoño. En dos semanas cambiaría el tiempo y el sol sería un bien escaso.



[1] El elogio de la sombra.

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