La primera imagen era sublime.
En torno a un lago, rodeado por el bosque y con las montañas de telón de fondo,
habían agrupado varias casas típicas de diversos lugares y formas. La tarde había
relajado el calor y había disminuido la fuerza del sol, lo que permitía unos
colores más suaves. En ese lugar podríamos haber estado toda la tarde.
Como en otros lugares y museos,
se pretendía que el visitante se integrara con la muestra, especialmente los
chavales. Junto al lago podías utilizar las vestimentas de un auténtico
campesino-la blusa, el sombrero cónico, la cesta a la espalda-y trajinar con un
carro o una rudimentaria máquina. Más allá había juegos para los niños. Por
supuesto, probamos con todo. Una pareja joven, quizá local, nos miraba
desaprobatoriamente. Nos dio igual.
Los museos de casas típicas son
siempre entretenidos. Contemplar una noria antigua o un cultivo de arroz en
círculos es algo curioso para gentes de ciudad como nosotros. Si el entorno es
hermoso y está bien cuidado, es normal que cause una excelente impresión.
Nos integramos en el bosque y
fuimos visitando el interior de las casas. Los tejados a dos aguas de grueso
techo vegetal eran la regla. En los interiores encontramos objetos cotidianos y
explicaciones de la vida diaria. Los inviernos eran crudos.
Una característica común a todas
estas casas tradicionales era que el alero del tejado sobresalía para proteger
la casa de las inclemencias del tiempo. También para sumir a la misma en la
oscuridad, esa sombra tan elogiada por los japoneses:
"A
nosotros nos gusta esa claridad tenue,-escribió Tanizaki-hecha de luz exterior
y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color
crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa
claridad sobre una pared, más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del
mundo y su visión no nos carga jamás".[1]
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