De vuelta en Takayama, paseamos
por el pueblo y realizamos algunas compras. Las calles comerciales eran un buen
refugio para pasar horas y horas viendo objetos curiosos. José Ramón compró una
katana y Javier unos cuencos para la prometida cena oriental. Arturo y yo
fuimos comparsas de las compras.
El lugar elegido para comer fue
un fracaso. Prometía con su máquina donde hacer los pedidos pero al final
tardaron más que en lugares anteriores y la comida no era una maravilla. La
cerveza y el aire acondicionado pusieron los elementos positivos.
Durante siglos, el campo japonés
fue sinónimo de penurias. Lo que ahora parecía bucólico había sido pobreza y
desesperanza. Las tierras pertenecían a los señores y los arrendatarios que
labraban los campos producían lo suficiente para pagar las rentas y los
impuestos y para sobrevivir. En muchos casos suponía ceder la mitad de la
cosecha. El señor o propietario la vendía y era el principal beneficiario. El
sistema tampoco difería demasiado del europeo. La alienación y el campo iban de
la mano.
La situación cambió
significativamente con la reforma agraria impuesta por Estados Unidos durante
la ocupación (1945-1952). Se “prohibía el absentismo de los propietarios y se
restringía la cantidad de tierra que un propietario residente podía poseer a un
máximo de siete acres, para trabajarla él mismo, y otros dos acres para
arrendarlos... Cualquier terreno que excediera esos límites debía ser vendido
al gobierno, que se lo revendía a los antiguos arrendatarios"[1].
La pobreza había sido
erradicada, las nuevas técnicas significaban mejores cosechas y prosperidad.
También el peligro de que aquel pasado se borrara. El elemento negativo era el
éxodo hacia la ciudad y el despoblamiento del campo. El turismo salía al
rescate. Hida no sato era esa forma de preservar el pasado rural. Un taxi nos
llevó a las afueras del pueblo, remontó una buena cuesta y nos dejó en la
puerta. Al pagar con tarjeta de crédito nos hicieron un pequeño descuento.
Bonito
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