Nos sorprendió que la calle
estuviera cortada. A lo lejos se escuchaba música y sonido de tambores. En las
aceras, la gente se arracimaba bajo los paraguas. Y, de pronto, irrumpió un
desfile colorista: era el carnaval de Asakusa.
Por unas horas las calles de este
barrio se poblaban de bailarinas de samba, músicos y carrozas, comparsas y sonido.
Sólo cuando te acercabas te dabas cuenta de que no eran brasileños sino
japoneses quienes montaban aquel espectáculo increíble.
El aparente hermetismo de los
rostros de los japoneses se quiebra en los festivales y en las celebraciones
comunales. Se vuelven participativos, sacan sus mejores sonrisas a pasear y se
incorporan a las cabalgatas o las procesiones. Les gustan los festivales, les
gusta la diversión, les gusta compartir su alegría con la comunidad.
Un inmenso caudal humano
taponaba la calle principal y las calles adyacentes. Era difícil avanzar. José
Ramón nos advirtió para que lleváramos cuidado ya que había notado alguna mano
en busca de su cartera. La aglomeración facilitaba el trabajo de los rateros,
de los que nos habíamos desentendido durante todo el viaje.
Buscamos calles más tranquilas,
lo cual fue complicado. El barrio hervía con la celebración. También estaba más
atractivo con ese bullicio. Caminamos por Denbouin Street y tras Kokusai
regresó la calma. Continuamos hasta Ueno, cruzamos la estación y nos dirigimos
al parque y al lago.
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