Las proximidades de la estación
de Kanda acumulaban muchos garitos y restaurantes, luces y animación. Era el
lugar ideal para la cena del viernes, momento en que la gente de las oficinas aprovechaba
para confraternizar y salir a cenar con los compañeros de trabajo, con “la otra
familia” que todo buen trabajador japonés debe mimar.
En una pequeña calle que
terminaba en la estación encontramos montones de restaurantes animados. El
elegido estaba en ebullición. Los parroquianos habían bebido suficiente cerveza
y sake para expresar su amistad encendida a un grupo de turistas como nosotros.
Además, uno de los camareros chapurreaba algo de español, le enseñamos algunas
palabras y nos trató como a amigos. En este bullicio sólo nos faltó cantar Asturias patria querida en versión
nipona.
Lo que nos llamó la atención es
que sólo hubiera cuatro o cinco mujeres.
José Ramón consiguió que nos
invitaran a unos chupitos de sake convenciendo al encargado de que era una
tradición española.
Cenamos abundantemente y con
cerveza por menos de 6.000 yenes.
La noche aún nos deparó una
sorpresa. Mientras leíamos sobre el tatami de la habitación notamos un
terremoto. El suelo vibró durante un rato. Nos miramos con cierto pasmo.
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