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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 173. Huéspedes del agua y de las nubes.

 


Al final de los viajes el cuerpo va cargado de cansancio y el equipaje de objetos exóticos. Con esa doble carga iniciamos nuestro último día en Tokio.

Para castigar más el ánimo, el día era lluvioso. Sin prisa, con el ruido de la lluvia como telón de fondo, sacamos las tarjetas de embarque. Con un considerable esfuerzo. Preparamos las maletas.

José Ramón había bajado a recepción y el dueño le había espetado un seco “pay”. La simpatía no era su fuerte. Sin embargo, esbozó una sonrisa y una ligera reverencia al vernos partir.

Me vino a la mente la escena al amanecer que describía Kawabata:

Una geisha hace sus visitas matutinas a los templos. Los chicos van a la escuela. Mendigos. Niñeras. Jornaleros. Hombres regresando a sus casas tras una noche en la ciudad. Vagabundos. La mezcla no es sorprendente, pero parece como si esta multitud frente a los puestos de la calle del templo Senso a las siete u ocho de la mañana desconociera la fugacidad del mundo del placer. Esta es una de las maravillas de Asakusa.[1]

Una lluvia fina, como un calabobos, una niebla baja imposible de combatir con el paraguas, nos decidió a tomar un taxi hasta Ueno, donde no encontramos consignas libres donde dejar las maletas. En tren nos trasladamos hasta Shinagawa, desde donde salía el monorail que conectaba Tokio con el aeropuerto de Haneda. Completada la maniobra, la línea Yamanote nos dejó en Hamamatshuco, nombre impronunciable cercano a la terminal marítima de Hinode desde donde salían los cruceros para el río Sumida.



[1] La pandilla de Asakusa, página 55.

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