Al final de los viajes el cuerpo
va cargado de cansancio y el equipaje de objetos exóticos. Con esa doble carga
iniciamos nuestro último día en Tokio.
Para castigar más el ánimo, el
día era lluvioso. Sin prisa, con el ruido de la lluvia como telón de fondo,
sacamos las tarjetas de embarque. Con un considerable esfuerzo. Preparamos las
maletas.
José Ramón había bajado a
recepción y el dueño le había espetado un seco “pay”. La simpatía no era su
fuerte. Sin embargo, esbozó una sonrisa y una ligera reverencia al vernos partir.
Me vino a la mente la escena al
amanecer que describía Kawabata:
Una geisha hace sus visitas matutinas a los
templos. Los chicos van a la escuela. Mendigos. Niñeras. Jornaleros. Hombres
regresando a sus casas tras una noche en la ciudad. Vagabundos. La mezcla no es
sorprendente, pero parece como si esta multitud frente a los puestos de la
calle del templo Senso a las siete u ocho de la mañana desconociera la
fugacidad del mundo del placer. Esta es una de las maravillas de Asakusa.[1]
Una lluvia fina, como un
calabobos, una niebla baja imposible de combatir con el paraguas, nos decidió a
tomar un taxi hasta Ueno, donde no encontramos consignas libres donde dejar las
maletas. En tren nos trasladamos hasta Shinagawa, desde donde salía el monorail
que conectaba Tokio con el aeropuerto de Haneda. Completada la maniobra, la
línea Yamanote nos dejó en Hamamatshuco, nombre impronunciable cercano a la
terminal marítima de Hinode desde donde salían los cruceros para el río Sumida.
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