El Hondo o pabellón principal era imponente y congregaba a la
tradicional mezcla de devotos y turistas. Era complicado avanzar hasta situarse
frente al dorado altar. Entre ofrendas y rezos contemplamos el interior del
templo.
Los jardines que lo rodeaban
estaban repletos de pequeños santuarios, estelas y estatuas. Sin la
aglomeración del Hondo, el lugar
destilaba paz y aportaba plenitud al espíritu. Se podía meditar mientras se
cruzaba un puente, se observaba el riachuelo con las carpas de colores o te
acercabas a esos otros lugares sagrados.
La puerta del Tesoro, Hozomon, era tan impresionante como el Hondo. Entre ambas construcciones se
sucedían a ambos lados de ese camino sagrado pequeñas dependencias donde
adivinaban el futuro y donde se colgaban los papelitos con los pronósticos para
los devotos. En el centro, un gran incensario emitía un humo blanco intenso que
curaba a los enfermos y fortalecía a los débiles, según se comentaba. Me
acerqué a poner una varita de incienso y en ese momento todos los de alrededor
intentaron hacer una foto, con lo que parecía la ofrenda de un gran personaje
acompañado por la prensa.
Lo que caracterizaba al templo y
a sus puertas rituales eran las gigantescas linternas de intenso color rojo.
Esos inmensos faroles aparecían en las estampas clásicas como en El templo de Kannon en Asakusa bajo la nieve,
de Hiroshige o en El gentío en el templo
de Asakusa, de Shucho Tamagawa. En ellas aparecía también la Pagoda de
cinco pisos. Por cierto, la construcción que guardaba las cenizas, la stupa y
la lápida conmemorativa de Kannon fue destruida en la Segunda Guerra Mundial y
fue reconstruida en 1.973 en hormigón armado. Medía cincuenta y tres metros.
Que bonito este nos gusto mucho
ResponderEliminar