Nuestra última transición nos
llevó de Nagoya a Tokyo Station a las 11.15.
No recuerdo prácticamente nada
de aquel viaje en el tren-bala, salvo el viento:
Van
divagando
mis
sueños, y en barbechos
resuena
el viento.
Esos fueron los componentes del
tránsito, viento y sueños:
Sueños
sin rumbo;
en
páramos quemados,
la voz
del viento.[1]
Ni siquiera nos quedó el
consuelo del monte Fuji.
Las maletas pesaban
espantosamente, más porque se acercaba el final del viaje y estábamos cansados
que por la carga de nuestro equipaje, aunque José Ramón y Javier habían hecho
buenas compras que hinchaban peligrosamente sus maletas y mochilas.
Desde Tokyo Station fuimos a
Ueno y allí tomamos la línea de metro Hibiya hasta la estación Iriya. Con un
plano parcial de la zona que nos facilitaron en el metro y la buena orientación
de Arturo no tardamos en encontrar el ryokan
Sakura.
Entre el barrio, que era un poco
desalentador, el ryokan, que no tenía
ascensor hasta la recepción, con lo que hubo que ejercer de forzudos por las escaleras
hasta el primer piso, y que el dueño era un tanto brusco, nuestra entrada fue
algo frustrante.
Nos dieron dos habitaciones
corridas en la quinta planta, que ocupamos completamente. Nos recordó a tiempos
mochileros, aunque ya me hubiera gustado encontrar un lugar así en mis tiempos
jóvenes. Lo cierto es que las fotografías de Internet, que eran además las de
nuestras habitaciones, eran más atractivas que la realidad. La habitación pedía
una renovación a gritos. Eso sí, teníamos terraza y los baños comunales eran
para nosotros solos.
Quizá porque la habitación no
ofrecía grandes encantos nos marchamos pronto a recorrer Asakusa, uno de los
barrios donde aún se respiraba cierta tradición.
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