Cuando en 1.923 Vicente Blasco Ibáñez
visitó Japón, le llamó la atención encontrar en Tokio lo que describía como
"un emplasto negro o blanco sobre la nariz sostenido por dos elásticos
sujetos a las orejas”. Pensó que ocultaban una nariz roída por el cáncer.
Preguntando supo que lo utilizaban para evitar la gripe, poniendo gotas
antisépticas que impedían el contagio. La Gripe Española de 1.919 se había
cobrado en Europa más víctimas que la Gran Guerra.
Deambulando por la ciudad era
habitual encontrar gente con mascarillas desechables. Al principio, nos
comentaron que era por la contaminación, pero al verlas también en zonas
rurales, donde ese problema no existía, nos confirmaron que era una deferencia de
quien estaba acatarrado para no contagiar al resto en el tren, en el metro, la
calle o el trabajo. Todo un signo de civismo.
Bajamos por Kappabashi Dogugai
Dori, una larga avenida con comercios donde se abastecían de menaje los
restaurantes. Eso implicaba montones de cuencos, platillos, fuentes y demás
objetos que devolvieron el color a Javier. Los precios eran muy competitivos. Lo
más curioso es que en esta calle era donde se producían las maquetas de
plástico de los platos que se mostraban en los escaparates de los restaurantes
y que ayudaban a identificarlos. Con algo más de tiempo y menos apetito
hubiéramos comprado un menú completo en 3D.
Por una calle tranquila de
pequeños comercios y restaurantes, con la Tokyo Sky Tree en el horizonte,
fuimos avanzando hasta un restaurante donde comimos un estupendo sushi y sashimi. Como en otros pequeños locales, el marido, algo
cascarrabias, era el cocinero y la mujer, un encanto, atendía las mesas.
Superaban con creces los 60 años.
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