Mis compañeros de viaje me
dejaron en la puerta de uno de los templos más emblemáticos de la ciudad, Sanjusangendo,
el templo de los mil y un budas. Ellos continuaron hacia la estación para tomar
el tren hacia Osaka y pasar allí la tarde.
En el templo no había
aglomeraciones. Me descalcé, como en otras ocasiones, y entré en el pabellón
principal, de unos 120 metros.
El folleto que me entregaron
mencionaba que su verdadero nombre era Kengeo-in y que fue fundado en 1.164 a
instancias del emperador Goshirakawa, que intentó una vez más atraer a sus
territorios la paz mediante la expansión del budismo. Por supuesto, sufrió un
incendio que lo fulminó en 1.249 aunque fue reconstruido por orden del
emperador Gosaga. La reconstrucción finalizó en 1.266.
El nombre de Sanjusangendo
significaba "sala de treinta y tres intercolumnios". El número
treinta y tres derivaba de la creencia de que Kannon, diosa de la Misericordia,
a quien estaba dedicado el templo, podría adquirir treinta y tres formas
diferentes para salvar a la humanidad. Realmente, el salón tenía treinta y
cinco intercolumnios en el lado este y otros cinco en el norte.
Nada más entrar quedé
impresionado por el millar de figuras perfectamente alineadas en varias filas e
hileras, sus rostros serios, un ejército de divinidades con once caras cada una
de ellas y veinte pares de brazos que simbolizaban los mil brazos de Kannon ya
que cada brazo podía salvar veinticinco mundos. Cada brazo sostenía un símbolo
o un atributo. Contemplar tantos rostros, tantos brazos, tantas imágenes,
mareaba, daba cierto respeto, un poco de miedo. Caminé estudiando las estatuas
doradas, las pequeñas cabezas sobre la corona de la cabeza principal, el
movimiento de los brazos que en cualquier momento se pudiera activar y generar
un caos coordinado para salvar a los fieles o defender a la representación
principal, Kannon, que el gran artista Tankei, del periodo Kamakura, tallara
cuando contaba 82 años. Esta estaba sentada en el centro de la serie. Las otras
mil permanecían de pie, haciendo guardia, expectantes desde hacía cientos de
años, la mirada baja. Eran obra de setenta escultores que trabajaron durante
quince años. Algunas, algo más de un centenar, eran de la etapa anterior al
incendio: las que se pudieron salvar.
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