Las flores vencían al invierno y
presentaban el inicio de la primavera. Después llegaría el viento, que las
arrastraría sin remisión. Eran el símbolo de la perfección. También, de lo
efímero.
Las flores de esos cerezos no
darían fruto. Su finalidad era exclusivamente estética.
Los cerezos en flor habían
inspirado a generaciones de poetas y literatos. Era un tema clásico. "¡Ah,
hasta los cerezos escarlata del santuario de Heián saben de la soledad, según
se sienta quien los contempla!, pensó Chieko"-escribió Watanabe. "Los
cerezos de flores escarlata y ramas bajas están considerados como el más bello
adorno del jardín del santuario, como si ellos fueran su símbolo. ¿Qué mejor
emblema que la flor del cerezo para la antigua ciudad imperial?”-expresaba el
Premio Nobel.[1]
El camino se prolongaba durante
algo más de dos kilómetros y unía varios templos que nos hubiera gustado
visitar si hubiéramos dispuesto de tiempo. Asomaban sus tejados por encima de
los árboles. Las copas de algunos sobresalían de las tapias de las casas. La
vista se deleitaba en el paseo.
Algún local donde refrescarse,
alguna tienda, llamaban nuestra atención. En una de ellas vendían estampas
típicamente japonesas, paisajes con el monte Fuji, escenas cotidianas del campo
o la ciudad, puentes de madera atestados de carros y caminantes, actores del
teatro noh, bellezas de la época, un
mundo pasado que seguía atrayendo. Compramos varias para nuestras colecciones.
Las calles bajaban con grandes
pendientes. Los habitantes del barrio se habían hecho fuertes en sus hogares.
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