Permanecí en silencio observando
el ejército de estatuas. Respiré hondo. Me sentía turbado. Por una parte, esa
imagen me impedía avanzar, me ataba al lugar desde donde gozaba de una
perspectiva completa. Por otra, no lograba encontrar la tranquilidad. Me pesaba
el cuerpo: todo el cansancio del día agarrotaba mis músculos. Me hubiera
resultado imposible meditar en esa sala.
En la primera fila, la más
cercana a los visitantes, se desplegaban los veintiocho guardianes de Kannon.
Su aspecto era de guerreros divinos, de gesto aterrador. Estaban vinculados con
divinidades hinduistas como Indra o Shiva. En los extremos, el dios del viento
y el del trueno, que tantas veces habíamos visto en las puertas de acceso a los
templos. Con ese gesto nadie se atrevería a molestar a la divinidad principal.
A la espalda del ejército
silencioso habían instalado un pequeño museo con una exposición a la que le
dediqué poco tiempo. Sí me fijé en el techo, a instancias del folleto. La
técnica Keshou-Yaneura de vigas de madera entrecruzadas le daba un aspecto de
ático.
Aproveché para dar un paseo,
observar el templo, me acerqué al jardín y contemplé el gesto que realizaba una
chica, como de arquero. Su familia la fotografiaba en esa postura. La razón era
que en este templo se celebraba en el mes de enero una famosa competición que
reunía a unas dos mil jóvenes que demostraban su habilidad con el arco. Era el
Toh-shiya. Las jóvenes se vestían con kimonos y se reconstruía un mundo del
pasado.
No pude disfrutar más tiempo de
este templo. Tomé un taxi y unos minutos después estaba en Gion, en el templo
Kennin-ji.
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