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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 128. Rinzai y el templo Kennin-ji

 


La primera tarde-noche en la ciudad nos habíamos acercado a visitarlo. Paseamos entre los diversos edificios, los intuimos en la oscuridad, y me quedó la sensación de que este templo zen guardaba algo más. No me equivoqué. Su interior merecía la pena.

El segundo año de la era Kennin, 1.202, en la época Kamakura, dio nombre al templo. Su impulso se debió al monje Yousai, quien viajó a China para ampliar sus estudios sobre el budismo.

La meditación y el trabajo conducían a la superación del dolor y el mejor lugar para meditar era este templo de la secta zen Rinzai. Sus salas estaban vacías. En los muros de madera y papel destacaban unas hermosas pinturas. Los dioses del viento y el trueno eran juguetones y sonrientes, al contrario que en el templo anterior, saltaban alegres por las nubes como dos chiquillos entusiastas que hubieran salido al patio a pasar la tarde. Otras pinturas elogiaban la sombra en tonos suaves, tinta que intuía figuras y definía sentimientos, árboles, flores, ancianos, maestros... y un dragón.

El silencio era casi completo. Apenas lo rompía alguna tibia ráfaga de viento. En una sala, dos estudiantes se afanaban sobre el papel con sus estudios y sus pinceles. Sobre la madera exterior o sobre el tatami se sentaban los visitantes a descansar, a conversar o simplemente a dejar la mente en una meditación sin demasiada concentración. Los japoneses acuden a los templos y los jardines a pasar la tarde con la familia, con una amiga (ningún hombre solo, ninguna pareja de hombres), a conversar, a admirar los tesoros sencillos y cotidianos que encierran. Procuré arrastrar mis calcetines provocando el menor ruido posible y también me senté a disfrutar de los jardines. Sonaba el agua cantarina de la rudimentaria fuente. El Atma o atman, que designaba lo Absoluto o lo Infinito, lo Ilimitado o lo Eterno, la única Realidad para la doctrina zen, se iba apoderando de mi mente y mi espíritu.

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