Por el camino del Filósofo, el
viajero se siente acompañado por pensadores que le susurran bajo la sombra de
los cerezos que alivia el calor extenuante. El camino lo marca el canal y el
silencio. El paso del agua apenas altera la quietud del momento, refresca la
mente y la mantiene activa. Son pensamientos sobre moral o sobre el vacío,
sobre el mérito que debe prevalecer sobre la alcurnia a la hora de ocupar un puesto
público.
Mis pensamientos se dirigieron a
esos cerezos. Los imaginé en flor, lo cual no fue complicado al haberlos visto
en fotografías. Aplicaba los dictados aprendidos: desde una abstracción hasta
una nueva realidad. Para esa imagen real habría que esperar a la primavera.
La iniciación en el rito de
floración de los cerezos me bendijo hace algo más de dos décadas. Y fue por una
de esas casualidades del destino. En una comida en Madrid, me senté junto a una
mujer que había regresado meses atrás de Japón, donde había permanecido un año
con una beca. Cómo se inclinó la conversación hacia ese tema no sabría
concretarlo.
Me habló de cómo los japoneses esperaban
con pasión el momento de la transformación de los jardines como consecuencia de
la floración de los cerezos y cómo la línea de floración se publicaba en los
periódicos, lo que era claro exponente de su importancia. Las familias
aprovechaban esa época para reunirse a comer o merendar bajo un cerezo en flor.
Las parejas se demostraban amor en ese escenario. Los amigos charlaban bajo sus
ramas encendidas con el color de las flores. Las flores cambiaban el humor de
los japoneses.
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