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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 139. Higashiyama II

 


La senda de Higashiyama unía varios templos y santuarios escondidos en el bosque que ascendía por la montaña que Nagachika Kanamori quiso embellecer para que le recordara a Kioto. Diferentes sectas budistas y sintoístas habían entendido la magia del lugar y se habían asentado apartados del pueblo y a discreta distancia. El camino era un hermoso lugar por donde pasear y meditar.

Obedecemos.

Mudas hablan las flores

Al fondo del oído.[1]

Ascendimos una escalinata, traspasamos un torii y penetramos en el primer patio con varias edificaciones. Reinaba el silencio y la humedad. El musgo se había adherido a la piedra de las linternas, de las estelas, de las inscripciones que honraban a los personajes que habían sido enterrados en la falda de la montaña. Sobre las tumbas se inscribía el Zokumyo, o nombre profano, el que se llevaba en vida. También el Kaimyo o nombre sagrado, o el Homyo, el nombre legal que se otorgaba después de la muerte y que eran apelativos religiosos póstumos.



Allí estaba Jizõ, encarnación de la compasión de Amida, el protector de los viajeros y de los niños que habían muerto cuando eran pequeños. Sus figuras toscas con sus baberos rojos concitaron nuestra atención en muchos lugares durante todo el viaje.



[1] Haiku de Basho.

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