La senda de Higashiyama unía
varios templos y santuarios escondidos en el bosque que ascendía por la montaña
que Nagachika Kanamori quiso embellecer para que le recordara a Kioto.
Diferentes sectas budistas y sintoístas habían entendido la magia del lugar y
se habían asentado apartados del pueblo y a discreta distancia. El camino era
un hermoso lugar por donde pasear y meditar.
Obedecemos.
Mudas
hablan las flores
Al fondo
del oído.[1]
Ascendimos una escalinata,
traspasamos un torii y penetramos en
el primer patio con varias edificaciones. Reinaba el silencio y la humedad. El
musgo se había adherido a la piedra de las linternas, de las estelas, de las
inscripciones que honraban a los personajes que habían sido enterrados en la
falda de la montaña. Sobre las tumbas se inscribía el Zokumyo, o nombre profano, el que se llevaba en vida. También el Kaimyo o nombre sagrado, o el Homyo, el nombre legal que se otorgaba
después de la muerte y que eran apelativos religiosos póstumos.
Allí estaba Jizõ, encarnación de
la compasión de Amida, el protector de los viajeros y de los niños que habían
muerto cuando eran pequeños. Sus figuras toscas con sus baberos rojos
concitaron nuestra atención en muchos lugares durante todo el viaje.
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